Cuaderno de Trieste

Blog personal de Gabriel Rodríguez

martes, mayo 30, 2006

Wilder


Hace unas noches volví a ver Primera plana, de Billy Wilder. La recordaba como una película meramente simpática, una obra menor del director de origen austriaco. Esa impresión se desvaneció a los pocos minutos, y ahora sólo puedo atribuirla a que debí de ver la película por primera vez en un mal día. O muy malo, si se tiene en cuenta mi afición incondicional por Susan Sarandon.
Wilder es uno de los mejores directores de la historia. Aunque en todo superlativo hay bastante de exageración, su genialidad está avalada por un buen puñado de obras maestras. Pero la singularidad de Wilder va más allá. Lejos de quedarse en la comedia, el austriaco se movió como un ágil pececillo en las revueltas aguas de Hollywood. Cuando, según él, se sentía triste, escribía las comedias más divertidas (Uno, dos, tres, En bandeja de plata, El apartamento, Con faldas y a lo loco…); y cuando estaba exultante, un drama (El crepúsculo de los dioses, El gran Carnaval, Fedora…). No sabemos cómo se encontraba cuando dirigió Perdición, una de las mejores películas de cine negro de todos los tiempos. En cualquier caso, si analizamos la proporción deduciremos que tenía una cierta tendencia a la depresión.
Lo que lo hace único es su agilidad mental a la hora de escribir. La rapidez de los diálogos, el ritmo vertiginoso, los recurrentes guiños al musical: todas son marcas de fábrica de Wilder. Sin embargo, bajo la ligereza del humor se asientan enormes dosis de mezquindad humana. Su humor es socarrón, cínico, cruel en ocasiones. Lo utiliza para descarnar a sus personajes. La ternura es regulada con cuentagotas.
Un elocuente ejemplo del cuajo de Wilder es Traidor en el infierno. La película se rodó en 1953, es decir, sólo siete años después del final de la Segunda Guerra Mundial. En ella se narran las vivencias de un grupo de soldados estadounidenses presos en un lager alemán. Lo curioso es que los soldados se comportan más como adolescentes revoltosos en un campamento de verano que como angustiados prisioneros de los nazis. Cuatro décadas después de frivolizar con los campos de prisioneros alemanes, Wilder le contó a Fernando Trueba que había visto La lista de Schlinder más de media docena de veces. Ante la perplejidad del director madrileño, el Wilder ya nonagenario le explicó que en aquella película trabajaban muchos extras; y que él, que había perdido a su familia en Austchwitz rebuscaba incansablemente entre tanto rostro anónimos aquellos que nunca había vuelto a ver, los de su madre y su hermana.
Ahora Cuatro le dedica un homenaje (centenario de Wilder; de los aniversarios ya hemos hablado en esta página). Durante los viernes de julio se podrán ver varias de sus películas. Una vacuna imprescindible en malos tiempos para la inteligencia (que son casi todos).

(La imagen es un fotograma de Perdición, fidelísima traducción de lo que Wilder tituló Double Idemnity. Fred MacMurray es observado por Edward G. Robinson, que interpreta a su mejor amigo. Hay quien dice que el trasfondo es la historia de amor entre ambos…)

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martes, mayo 16, 2006

Cinematografía elemental


Un director de cine quiere suicidarse. Para no hacerlo escribe un guión y dirige una película. En ella el protagonista es su alter ego, un director de cine insatisfecho que se acaba suicidando. Está interpretado por una joven promesa del cine nacional.
Según va transcurriendo el rodaje, el director se va animando. El ejercicio de su profesión le hace sentirse bien. Además ha conocido a una chica. Es la maquilladora y el director se ha enamorado de ella. Han charlado media docena de veces y ya no se la puede quitar de la cabeza. El director piensa en decirle algo, pero nunca encuentra el momento. El día del estreno, el protagonista acude acompañado de la maquilladora. Con más pesadumbre que sorpresa, el director los ve besuquearse ante las cámaras de la prensa. La película obtiene unas críticas espantosas. El director piensa que debió haberse suicidado.
Una tarde, meses después, el director y la maquilladora se encuentran en el centro de la ciudad. Él le pregunta por el actor principal que, con una inexplicable inmunidad frente a las malas críticas, se ha convertido en la estrella de moda. Ella le dice que hace tiempo que no se ven. Que lo suyo no funcionó. ¿Por qué?, pregunta el director. La respuesta de la maquilladora le deja helado: creo que del que de verdad estaba enamorada era del personaje de la película, no del actor. El director sonríe con la tranquilidad del ventajista. La película es autobiográfica. El personaje soy yo. La maquilladora se sorprende y le propone que se vayan a cenar. Unas horas más tarde le propondrá que vivan juntos. El director y la maquilladora inician una fogosa relación, al principio de naturaleza sexual y más tarde, sentimental.
Después de seis meses, una mañana durante el desayuno, ella le dice que se vaya de casa. El director la mira sin comprender, empalagado aún por la ternura del cruasán que está mojando en el café. Desde que eres feliz eres insoportable, le dice ella. Ya no eres tu personaje; ya no eres el hombre del que me enamoré. Como un buque torpedeado, el cruasán se hunde en las profundidades del tazón de café. El director de cine hace las maletas.
Se instala en una sórdida buhardilla. Esa misma tarde decide suicidarse. Compra una robusta soga y hace un nudo corredizo en un extremo. Pasa la soga sobre una viga del techo y ata el otro extremo a un radiador. Se sube a una banqueta e introduce la cabeza por el lazo del nudo corredizo. Entonces se le ocurre hacer una película con su historia.

(La imagen es un fotograma de la película Nosferatu, el Vampiro, adaptación libre de Drácula filmada por F.W. Murnau en 1922. El simpático vampiro sufre bajo el sol más que un holandés en Benidorm.)

lunes, mayo 08, 2006

Bolaño siempre


Paseo sin prisa entre los anaqueles de la biblioteca pública, sección novelas. Me detengo en la letra b. Cojo Una novelita lumpen, de Roberto Bolaño. Es un libro liviano, con un tipo musculoso en la portada que parece deseoso de fustigar el lector. Abro el libro y me encuentro con la siguiente cita de Antonin Artaud:
“Toda escritura es una marranada.
Las personas que salen de la nada intentando precisar cualquier cosa que pasa por su cabeza, son unos cerdos.
Todos los escritores son unos cerdos. Especialmente los de ahora.”
Imposible resistirse. Me llevo el libro a casa.
Me angustia saber que Bolaño ya no publicará más. Si uno lo piensa bien, es una angustia más bien estúpida. Tampoco escribirán más, pongamos por caso, Stevenson o Melville. La diferencia es que cuando me topé con Bolaño él aún estaba vivo. Creo que la primera vez fue leyendo Soldados de Salamina, la célebre novela de Javier Cercas, donde Bolaño era uno de los personajes. Ahora sé que mientras yo leía aquel libro (a comienzos de 2002, creo) Bolaño tecleaba día y noche su obra colosal 2666, mil doscientas páginas que suponían una cruel contrarreloj. Estaba enfermo y sabía que no le quedaba mucho tiempo. Lo veo de madrugada, con su aspecto desgreñado y el pitillo consumiéndose en los labios, escribiendo apresuradamente en su computadora arcaica, con la iluminación lánguida de la pantalla cayéndole sobre las ojeras. Ese libro hermoso y descomunal, 2666, se gestó en aquella carrera febril entre la literatura y la muerte. Roberto Bolaño murió en julio de 2003.
Todavía es pronto para adivinar la influencia que Bolaño tendrá sobre los escritores de mi generación. Seguramente una legión de imitadores mediocres espera (¿mos?) ya agazapada. Pero lo cierto es que Bolaño es el último escritor panhispánico. El lector severo y voraz, heredero bastardo de Borges. Su sombra se extiende desde Tijuana a Valparaíso, de Lima a Miami, desde La Habana hasta Madrid. La aspiración de Los detectives salvajes, la mejor novela publicada en castellano desde hace unos cuantos años (de las que servidor ha leído, se entiende; se aceptan alternativas y polémicas al respecto) es nada menos que la literatura total, un libro contenido dentro de sí mismo en el que se fusionan continente y contenido haciendo imposible separar uno de otro.
Termino de leer Una novelita lumpen. Tal y como esperaba, el libro es magnífico. Al igual que cuando hoy llegue la noche me quedará un día menos de vida, ahora me falta un libro menos para terminar la obra de Bolaño. Tras un punzante suspiro, comienzo a redactar este artículo.

(La foto de Bolaño es de Jerry Bauer. ¿Se puede tener más pinta de escritor?
Os mando un link donde podéis encontrar la última entrevista que concedió el escritor chileno. He dejado un anticipo en los comentarios.
http://www.sololiteratura.com/bol/bolanolaultima.htm)

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martes, mayo 02, 2006

Viento y mecedoras


Parece que Truman Capote ha vuelto a ponerse de moda debido al estreno de la película que lleva su nombre. No la he visto, pero creo que cuenta el proceso de construcción de la novela A sangre fría.
Vaya por delante que me producen alergia esas resurrecciones oportunistas, ya sean con motivo de un aniversario, defunción del propio artista, estreno de película o cualquier otro acontecimiento por poco que éste tenga que ver con la obra en sí. Supongo que la psicosis quijotesca que anegó el país el año pasado habrá vacunado a una generación de españoles contra la lectura de las aventuras del ingenioso hidalgo. A pesar de lo dicho, acabo de leer Otras voces, otros ámbitos, la primera novela de Capote, publicada en 1944. La lectura me lleva a confirmar lo que ya sospechaba.
La figura de Capote como escritor (que incluye su pertenencia a la farándula mediática de la época) es tan alargada que tapa sus propias obras. En general, se tiende a conocer menos sus libros que sus citas, como la recuperada por Almodóvar “A quien dios le da un don también le da un látigo, y el látigo es únicamente para autoflagelarse” o la celebérrima “Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio.”
Esa imagen popular de Capote proviene, además de por sus hiperbólicas citas, de sus dos libros más conocidos. De Desayuno en Tiffany’s le queda el mito de juerguista y frívolo neoyorkino, como si la alocada y encantadora Holly no fuera más que un reflejo del propio autor; y de A sangre fría (que no es, ni de lejos, su mejor obra) ese reverso oscuro de un tipo que reconoce que de no haberse convertido en escritor podría haberlo hecho en asesino.
Pero en realidad Capote es un escritor sureño hasta la médula. Sus mejores libros entroncan con la gran literatura del sur de los Estados Unidos, la de William Faulkner, la de Carson McCullers; relatos susurrados por voces que llevan la marca de esa imaginería alucinada y epidérmica del sur. Son historias que siempre conservan algo de misterioso, de clandestino, avisando así al lector de que algunos secretos siempre permanecerán ocultos para el forastero. Ese es el gran Capote: el de Música para camaleones, El arpa de hierba, Otras voces, otros ámbitos. El de esas historias que se dejan escuchar en el viento, sentado en una mecedora en el porche.

(La imagen que acompaña es South Carolina Morning, pintado por Edward Hopper en 1955. De Hopper hablaremos otro día, posiblemente.)

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