Cuaderno de Trieste

Blog personal de Gabriel Rodríguez

lunes, julio 23, 2007

Los cruzados de la causa



Durante este verano he estado viendo en TVE algunos capítulos de la serie La transición de Victoria Prego. Es un trabajo serio, bien documentado, si bien algo complaciente con el proceso que terminó con la llegada a España de la democracia. Muchas de las imágenes son ya tópicas, pero hay otras bastante menos conocidas, como las ruedas de prensa de los ministros franquistas o las apariciones del rey junto al ya decrépito dictador (por cierto, estas últimas parecen ser obviadas de forma sistemática cuando los medios de comunicación tiran de archivo). Seguramente, la transición se hizo lo mejor que se pudo hacer; es decir, capeó los problemas más que resolverlos. Para los hooligans de la constitución, aquellos que niegan la conveniencia de alterar una coma, merece la pena recordar el contexto en que se firmó el tratado: en una democracia en pañales, con partidos políticos recién legalizados, el terrorismo perpetrando carnicerías, unos cuerpos de seguridad militarizados y formados en la lógica fascista y un presidente del gobierno cuya principal misión era evitar que le dieran un golpe de estado (bueno, hasta que se lo dieron).

Todo ello me dio pie para reflexionar sobre la variedad de caracteres que hay en España. Tiene algo que ver con las dos Españas de las que hablaba Machado; y, en contra de lo que muchas veces se dice, no tiene que ver con la ideología, sino con el civismo.

España es unas veces un país optimista y hedonista, como si fuera una taberna limpia y tranquila donde uno come sin prisa mientras mira hacia el mar; y en otras ocasiones es un prostíbulo que hiede a podredumbre y cadaverina, un antro en el que medran los zafios, los mediocres o sencillamente los brutos mientras el talento se asfixia. Es esa España del siglo de oro en la que el trabajo era una deshonra, la España del sablazo y del timo, del trepa y del manipulador. Basta leer “Luces de bohemia” para comprobar qué poco había cambiado ese tejido profundo de la sociedad tres siglos después; basta echar un ojo a la prensa nacional para cerciorarse de que ni la democracia ni la entrada de pleno en Europa han eliminado la gruesa capa de caspa subyacente.

Valen como ejemplo de esa estofa social las interpretaciones del Fiscal General delEstado y del juez de guardia de la Audiencia Nacional, cuyo veraniego exceso de celo ha provocado el secuestro del último número de “El jueves”. Imagino que ambos se escudarán en que no hacen más que cumplir la ley, y lo triste es que su coartada legal es válida (si bien no les exime de su gazmoño comportamiento). El problema es (y volvemos a lo de la transición mal resuelta) que continúen vigentes leyes de evidente inspiración antidemocrática, como la tipificación de un delito de injurias a la corona (si es que la propia existencia de la corona no se puede considerar ya en sí misma como antidemocrática).

Mayor perplejidad causan aún los argumentos del celoso del Olmo cuando dice que la caricatura es “claramente denigrante y objetivamente infamante”. Para comprender el criterio de Pumpido y del Olmo se necesita un extenuante ejercicio de imaginación. Claramente denigrante y objetivamente infamante es cada una de las soflamas que escupe cada mañana el inefable Jiménez Losantos en la COPE; claramente denigrantes y objetivamente infamantes son los aires chulescos de la izquierda abertzale, acobardada y atrapada en un descomunal ejercicio de cinismo; claramente denigrante y objetivamente infamante es la campaña de aquellos que llevan más de tres años enredando con la masacre del 11-M (y eso bien lo sabe del Olmo); claramente denigrantes y objetivamente infamantes son algunas consignas fascistas que se escuchan en las manifestaciones de la AVT, como la tantas veces coreada de “Zapatero, vete con tu abuelo”. Produce una profunda desolación que nos hayamos acostumbrado a vivir rodeados de semejantes actitudes y que, en cambio, escandalice una caricatura del príncipe heredero copulando con su señora (función que, por otra parte, forma parte de sus obligaciones con el fin de engendrar una amplia progenie que garantice la continuidad de la casa real).

Es cierto que “El jueves” cae con frecuencia en el humor fácil y en un gusto bastante cuestionable; pero siempre se agradece su irreverencia innegociable, es decir, su libertad. Aquí lo que es verdaderamente zafio es que aún existan leyes que pretendan coartarla.

(Por más que las líneas editoriales de “El jueves” y de este humilde blog difieran de modo notable, no queda otro remedio que publicar la viñeta de marras. Corporativismo positivo o solidaridad gremial, si preferís. Parece que su próximo premio de “El gilipollas de la semana” será ex aequo.)

jueves, julio 05, 2007

El violinista en el fango: Francis Scott Fitzgerald















La primera vez que me topé con Francis Scott Fitzgerlad fue leyendo A moveable feast, el libro que Hemingway escribió sobre sus años en París y que ignoro por qué se tradujo al español como París era una fiesta. Así conocí lo que Gertude Stein llamó la generación perdida, término que acabó por agrupar a los escritores estadounidenses que habían nacido en la última década del siglo XIX y que vivieron en Europa durante los años 20. Con alguna variación, podemos citar entre ellos a John Dos Passos, Ezra Pound, Henry Miller y los citados Hemingway y Scott Fitzgerald. Su romántico auotoexilio se suele atribuir a varios motivos; sospecho que la ley seca en EEUU, vigente en aquella época, no fue uno de los menos importantes.

Para el testosterónico Hemingway debió de ser toda una experiencia conocer al hipersensible Scotty. Hemingway era un tipo tenaz, un escritor que fue labrándose su propio talento con la misma determinación con la que un culturista cultiva su musculatura; en cambio, Scott tenía un talento innato (“tan natural como el dibujo que forma el polvillo en el ala de una mariposa”, dice Hemingway) que le permitía narrar sin esfuerzo mediante una prosa inteligente y sutil.

En París era una fiesta, Hemingway cuenta cómo acompaña a Scott desde París a Lyon para recuperar el coche que ha dejado allí. El relato se mueve entre la acidez y la ternura, y, seguramente, proporciona una idea fiel de lo que Hemingway pensaba de Scott: que era tan irritante como encantador.

Francis Scott Fitzgerald había nacido en 1896 en Minessota. A los veintinueve años, las líneas maestras de su vida estaban ya bien definidas: se había convertido en alcohólico y neurótico, estaba casado con una enferma mental, había publicado tres novelas geniales y se había casi inventado una (de)generación: la edad del Jazz.

Lo más curioso, es que todo eso lo había hecho a base de ridiculizar de forma pertinaz tanto a sí mismo como todo cuanto le rodeaba. Sus libros son una mezcla del desprecio por el oropel del burgués venido a menos y de la melancolía del que sabe que necesita de ese oropel. Scott fue un crítico vitriólico de esa sociedad, pero no cayó en la ingenuidad de creer que podría huir de ella. Más bien, era un genio entre los mediocres, un violinista tañendo con maestría su violín mientras se hunde en arenas movedizas sin hacer nada por escapar.

Cuando Scott murió de un infarto en 1940, ya estaba destruido por el alcohol y la locura de su mujer, Zelda; ella murió ocho años más tarde durante el incendio que arrasó el hospital psiquiátrico en el que estaba internada. Cumplían así lo que las novelas de Scott habían vaticinado: personajes a caballo entre la elegancia y la decadencia, condenados sin remedios a destruirse a sí mismos, como el Anthony Patch de los Hermosos y Malditos o Gatsby en la novela que lleva su nombre.


(En la foto, Sctotty y Zelda. La edad del jazz pasó, pero la inteligencia se conserva fresca.)

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