Cuaderno de Trieste

Blog personal de Gabriel Rodríguez

viernes, julio 28, 2006

A la mitad del tiempo perdido (Hipótesis sobre Proust)


El estupendo profesor de escritura creativa Ángel Zapata dice que Proust no es un escritor, sino una religión. De ser así debo ser ya un iniciado, pues acabo de cerrar el cuarto tomo de los siete que componen En busca del tiempo perdido, tomo que lleva el prometedor título de Sodoma y Gomorra. Atrás quedan más de 2.500 páginas repartidas en tres gruesos volúmenes.
La prosa de Marcel Proust tiene algo de exploración a través de la selva. El lector/explorador nunca sabe bien hacia dónde va o de dónde viene. Se abre camino en la espesura a golpe de machete; si gira la cabeza, comprobará (al principio con pesar, más tarde con alivio) cómo la espesura se ha vuelto a cerrar tras sus pasos. En ocasiones se aburrirá soberanamente; otras veces se emocionará, e incluso encontrará diversión en la lectura. Como cualquier explorador que se precie se perderá unas cuantas veces y se encontrará otras tantas.
Así veo la exploración a través del tiempo perdido. Proust divaga tanto que su prosa no es un camino. Es como un océano donde cada barco puede singlar por donde le plazca (o por donde el azar lo lleve). La única guía de lectura sería el celebérrimo cantar de un poeta coetáneo del escritor francés con aquello de “se hace camino al andar”.
Pero lo que hace inmenso a Proust es que esa malla tupida y compleja, esa selva de densidad abrumadora, representa la memoria, con todos sus vericuetos y rincones. Me fascina la idea proustiana de que mediante una llave que todos llevamos (para Proust la llave es una magdalena mojada en té) se puede acceder sin restricción alguna al laberinto de la memoria y evocar, con precisión pericial, todo lo vivido.
No queda, por tanto, lugar para la verdadera nostalgia después de haber leído a Proust. El tiempo se escapa para ser después recobrado.

(La imagen es Combray, al lado de Chartres. Allí arranca Por el camino de Swann, el primer libro de la heptalogía. Si alguno de vosotros ha perdido algo alguna vez, puede empezar a buscar por allí)

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jueves, julio 13, 2006

Tusitala

Acabo de leer Raptado, la última novela de Stevenson. En cada lectura de sus novelas hay un viaje a la nostalgia, bien porque fue en nuestra infancia cuando lo leímos por primera vez, o bien porque algunas obtusas mentes académicas decidieron adscribir al escocés a la (mal) llamada literatura juvenil. Precisamente por eso sorprende comprobar cómo cambian las lecturas cuando uno es adulto: ya nada es inocente.
Pero a Stevenson, que ya fue reivindicado por Henry James, Nabokov y Borges, escasa falta le hace que yo lo defienda. Lo que me conmueve, y me parece esencialmente literario, es la contraposición entre su vida y su obra. La vida de Robert Louis Stevenson está imbuida de una esencia quijotesca. Al igual que Alonso Quijano, el escocés se refugió en la literatura para evadirse del dolor que le infligía el mundo real; en este caso, la enfermedad.
Stevenson había nacido en Edimburgo en 1850. A los cinco años comenzaron sus problemas respiratorios y a los veinte su salud ya estaba minada por la tuberculosis. Seguramente, aprovechó los largos periodos de convalecencia para convertirse en ávido lector y para esbozar los escenarios en los que más tarde cobrarían vida sus personajes. No puedo evitar que me emocione esa épica de la literatura: mientras imaginaba cómo resonaría al caminar la pata de palo de John Silver, o cómo le atormentaría al Doctor Jeckyll el decurso de sus investigaciones, Stevenson escupía sangre postrado en una cama.
Viajó por Europa y los Estados Unidos, unas veces por motivos de salud y otras persiguiendo a la que más tarde sería su esposa, Fanny Vandergrift, también afectada de dolencias pulmonares. En 1888, Stevenson, ya famoso tras la publicación de La isla del tesoro, se embarcó junto con su familia en San Francisco con dirección al Pacífico. Tras dos años de viaje se asentaron en Upolu, la isla principal de Samoa. Allí el escritor ordenó construir una casa al estilo polinesio. La llamó Vailima.
Stevenson vivió en Vailima sus últimos cuatro años, escribiendo y defendiendo a los nativos del colonialismo. Los samoanos le llamaban con cariño Tusitala, que significa el que cuenta historias. Cuesta poco imaginarse al escritor, ya debilitado, paseando con dificultad por la isla y quemándose la vista con la superficie reverberante del Pacífico. Murió el 3 de diciembre de 1894.
Así que, mis estimados lectores, no tenéis más que arrimar una cerilla al primer infolio sobre majaderías templarias que tengáis a mano (vale también Coelho) y rebuscar en cualquier biblioteca casera, en la que seguro que tenéis esperando La isla del tesoro (y de no ser así, más os valdría pegar fuego también a la biblioteca).


(No sé de quién es el retrato de Stevenson. Confío en que el autor o sus herederos no me demanden y acabe mis días en algún penal de la Martinica.)

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