Cuaderno de Trieste

Blog personal de Gabriel Rodríguez

viernes, enero 14, 2011

Recomendaciones 2011 y adiós





El tiempo ha ido pasando y hace ya diez meses de la última entrada de este blog. Por ese motivo y por algunos otros creo que es el momento de echar el cierre a este café de Trieste que abrió el trece de abril del año 2006. Cada asunto tiene su tiempo, y las ideas que hace casi cinco años brillaban frescas se han ido apolillando bajo una película de polvo rancio. Sesenta artículos después uno ya no es igual y resulta más económica la demolición del antro que su reforma.

He cerrado lo comentarios porque el spam me tenía abrasado; pero la dirección de correo del blog sigue funcionando. Así que si queréis saber de mi persona o informaros de futuros proyectos, ya sabéis donde encontrarme.

blogtrieste@yahoo.es

Como regalo de despedida os dejo catorce libros que me hicieron feliz en 2010 para que leaís durante 2011 o cuando mejor os parezca.

Muchas gracias a todos los que os habéis asomado por aquí alguna vez. Espero que sigáis disfrutando de estos y otros libros.

Un abrazo.

Gabriel.



-El edificio Yacobián (Alaa Aswany) (Maeva)

La vida de los personajes de un edificio de renombre en El Cairo le sirve a Aswany para contarnos la historia de Egipto y de paso hablarnos de los sueños y frustraciones de varias generaciones de egipcios.

-Canciones de los niños muertos (Toby Litt) (Tusquets)

Cuatro niños de un tranquilo pueblo inglés durante la guerra fría juegan a defender su patria del improbable invasor ruso. Hasta que el asunto se les va de las manos. Lúcido análisis acerca del origen de la violencia en forma de novela tragicómica.

-Trífero (Ray Loriga) (Destino)

Saúl Trífero tiene algo de personaje de novela negra, un hábil buscavidas que compensa on ingenuo su romántica mala suerte. Loriga nos cuenta su historia observándole de perfil, como si le espiara desde una esquina.

-El arte de volar (Antonio Altarriba/Kim) (Ediciones de Ponent)

El Premio Nacional de Cómico 2010 es un relato sobrecogedor. Antonio Altarriba nos cuenta la vida de su padre como si fuera un parpadeo, porque es muy difícil soltar el libro una vez que uno lo ha empezado (aviso).

-Chesil Beach (Ian McEwan) (Anagrama)

McEwan cuenta las primeras horas de la vida de una pareja recién casada en la Inglaterra de los primeros sesenta. Lejos de limitarse a contar una historia, logra desde el comienzo que el lector asuma las ansias y los miedos de los personajes. La verdad es que lo que recomiendo no es solo este libro, sino todo McEwan.

-La hermana (Sándor Marai) (La salamandra)

¿Si digo que la novela de Marai es una serena reflexión sobre la enfermedad y la muerte que recuerda un poco a la melancolía de La montaña mágica se espantarán los lectores? Bueno, pues me temo que ya lo he dicho.

-Las mentiras de la noche (Gesualdo Bufalino) (Anagrama)

La novela se articula sobre un argumento que parece sacado de un relato de Borges: cuatro miembros de una organización secreta pasan su última noche en prisión antes de ser ejecutados. Si uno delata al líder de la organización, será liberado. Para pasar el tiempo, cada uno cuenta su historia…

-El Tercer Reich (Roberto Bolaño) (Anagrama)

Enésima obra póstuma de Bolaño (otra está en camino, Anagrama debe de estar gastando una pasta en médiums) redactada en forma de diario de un peculiar alemán obsesionado con un complejo juego de estrategia. La tensión que la recorre obliga a leerla casi de un tirón.

-Anatomía de un instante (Javier Cercas) (Mondadori)

La aproximación de Cercas al golpe de estado del 23-F es una brillante construcción novelesca edificada a partir de cimientos reales. Los retratos de Suárez, Carrillo o Gutiérrez Mellado son de una altura literaria inusual.

-La llave (Junichiro Tanizaki) (El Aleph)

Un hombre con problemas de salud comienza a escribir un diario con la idea que su mujer lo encuentre y comunicarse así indirectamente con ella. Su mujer hace lo mismo, si bien nunca saben si el uno ha leído el diario del otro.

-En busca de Klingsor (Jorge Volpi) (Seix-Barral)

Un físico llega a la Alemania de posguerra con el objetivo de encontrar al asesor científico del Tercer Reich. Durante su investigación se va entrevistando con los científicos más notables de la época en una entretenidísima novela con tintes conspiranóicos.

-Píldoras azules (Frederik Peeters) (Astiberri)

Esta fantástica novela gráfica nos cuenta la historia de un tipo que se enamora de una mujer seropositiva. No hay en ella sensiblerías ni recursos narrativos de tres al cuarto. Solo la aparente sencillez de la vida. Compañía ideal para una tarde de lluvia en un sofá.

-El pasajero de Montauban (José María Ridao) (Galaxia Gutenberg)

José María Ridao reflexiona sobre la literatura, sobre los viajes y sobre la historia de España en este espléndido ensayo en el que la denostada figura de Manuel Azaña sirve como leit motiv. El libro acaba con la visita a su tumba, en el cementerio de Montauban.

-Antichrista (Amélie Nothomb) (Anagrama)

Nothomb juega con el mito del doble. En este caso Mr. Hyde se aparece en forma de una angelical compañera de universidad que resulta ser retorcida hasta la náusea.

domingo, marzo 14, 2010

El último mohicano: Pedro Juan Gutiérrez


Todo el mundo se siente desamparado alguna vez, pero cuando uno lee a Pedro Juan Gutiérrez se tiene la impresión de que él es el último mohicano cada día. Su alter ego en Trilogía sucia de la Habana es un ser solitario, quemado por un hastío vital insoslayable, un superviviente que cada noche sale a buscar lo poco que le hace falta: un poco de comida, un trago de ron, un tabaco y una mujer.

Lo primero que viene a la cabeza cuando uno abre Trilogía sucia de La Habana es el regusto a Bukowski; pero a poco que uno lea con atención, se dará cuenta de que no hay más que esa vaga reminiscencia. Los personajes de Pedro Juan están más desesperados, atorados en ese marasmo que sólo produce el desencanto. Pedro Juan está más cerca de Carver, incluso de Onetti. Y sus relatos tienen, desde luego, más empaque que las páginas en ocasiones inconexas de Bukowski.

Las praderas en las que consume su vida son las efervescentes calles de Centro Habana. Allí viven esas mujeres que cuando no tienen un peso se van a jinetear al Malecón, los negros que enseñan la pinga a las turistas y los arribistas que compran lo que sea con la esperanza de venderlo unas horas después y ganar algún peso en la transacción. En medio del bullicio sórdido y vital, uno puede perderse y encontrarse cuantas veces necesite, vivir en pocas horas vidas diferentes que en el fondo son la misma vida.

Pero nada es gratuito en Pedro Juan. Sus historias están construidas sobre la sordidez, sí, pero no es una sordidez morbosa ni caprichosa. Es la sordidez de la propia existencia, como un ruido de fondo que emite la propia ciudad en el juego desbocado de la vida y la muerte en la jungla urbana. A través de ese sexo que se expresa como una cópula permanente y fatídica, Pedro Juan nos habla del amor, del miedo, de la desesperanza, de la soledad y en fin, de la vida.

http://www.youtube.com/watch?v=h-E5MbIqb08

http://www.youtube.com/watch?v=lkPjoOQv9Ec

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jueves, enero 21, 2010

Recomendaciones para 2010


Con un poco de retraso (Lhasa merecía el artículo) os dejo aquí, siguiendo la tradición, doce libros recomendados para 2010 escogidos entre los que yo leí en 2009. Algunos tienen una breve nota y en otros he puesto el enlace al artículo que escribí en su día. Espero que disfrutéis de la lectura y de todo lo bueno que traiga este 2010, esperemos que en abundancia.


El bosque de los zorros, de Arto Paasilinna (Anagrama). Divertidísima fábula sobre la amistad. Una historia tan tierna como ácida. Un ladrón se oculta en lo más remoto de Finlandia con unos cuantos lingotes de oro.

La vida no es un auto sacramental, de Alejandro Cuevas (Destino). Retrato brillante y nostálgico de los nacidos en la década de los setenta y su adolescencia alargada en una plomiza ciudad de provincias. Si hay una novela que refleja esa indolencia generacional del diletante, es esta. Obtuvo una mención especial en el Nadal de 1999.

El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince (Seix-Barral). http://cuadernodetrieste.blogspot.com/2009/05/peleando-contra-el-olvido.html

Corazón de Ulises, de Javier Reverte (Plaza-Janés)
http://cuadernodetrieste.blogspot.com/2009/04/quien-conmigo-va.html

Las benévolas, de Jonhatan Littell (RBA libros)

Los violines de Saint Jacques, de Patrick Leigh-Fermor (Tusquets) Una joven llega a una isla de las Antillas para trabajar como institutriz. El escritor inglés Patrick Leigh-Fermor resuelve esta historia de clima alucinado e intenso con la elegancia de las grandes novelas cortas.

El padre de Blancanieves, de Belén Gopegui (Anagrama). Belén Gopegui reflexiona en esta brillante novela sobre la política, las relaciones de pareja y las paternofiliales. Siempre de forma inteligente, sutil y sin adoctrinar. Aunque siempre se corre el riesgo de exagerar cuando se dicen estas cosas, es una de las mejores novelas españolas de la década.

El gran cuaderno, de Agota Kristof (Seix-Barral). Cuando uno no sabe si lo que acaba de leer es cruel o tierno, está ante una obra maestra. En este caso se trata de la singular historia de dos hermanos que sobreviven al alimón en la cruda posguerra europea narrada con una elegancia sarcástica muy poco común.

Historias de Nueva York, de Enric González (RBA Libros). Un corresponsal llega a Nueva York y mete al lector en la maleta. Es el modo perfecto para conocer la ciudad, viendo cuanto ve y comiendo cuanto come. El tono desenfadado de Enric González hace que el libro sea de lo más ameno. Casi se puede oler la carne poco hecha que rezuma grasa en Brooklyn y compartir las resacas del narrador después de sus excesos en los bares.

Fabulosas narraciones por historias, de Antonio Orejudo (Tusquets y Lengua de Trapo) ¿Y si la Generación del 27 no hubiera sido otra cosa que una empresa organizada con pretensiones de generar varios intelectuales, un mártir y un Nobel? La heterodoxa y satírica visión de la historia de Antonio Orejudo ha sido reeeditada diez años después de la publicación. Ya es casi un clásico.

Citas criminales, de Joaquín Lloréns (Baile del Sol). De la mano de Beatriz, investigadora licenciosa, y de su peculiar mecenas, esclarecemos varios crímenes. Dan ganas de que sigan sus novelas y dan ganas de que a uno le investigue a fondo la buena de Beatriz. Pero entre que uno se la encuentra y no, merece la pena perderse entre las páginas y citas de todo tipo que se encuentran en esta divertidísima novela.

La literatura nazi en América, de Roberto Bolaño (Seix-Barral). Esta es una guía de escritores falsos, pero bien verosímiles, que en algún momento se sintieron atraídos por el Tercer Reich. El típico humor de Bolaño, mezclando sorna y erudición hace que el libro sea de lo más divertido.
(Mira que tengo ganas de escribir sobre Edward Hopper, pero nunca encuentro el modo ni el momento de hacerlo. Las mujeres ensimismadas que pinta ya lo dicen casi todo. Así que, de vez en cuando, pongo por aquí alguna de su pinturas como quien decora su casa. Esta es New York movie.)

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martes, enero 05, 2010

Lhasa y yo


Es cosa sabida por cualquier nostálgico que a veces uno se siente cercano a personas a las que no verá jamás, con las que nunca ha hablado y cuyos rostros ni siquiera es capaz de precisar. Son las voces que llegan a través de las canciones, de los libros, de las películas. Son ficciones, pero al mismo tiempo hablan de nosotros como si sus autores hubieran tomado pedazos de nuestras vidas cuando se pusieron manos a la obra. Imagino que será porque todas las vidas posibles se parecen más de lo que uno cree.

Lhasa de Sela se me apareció (no se me ocurre mejor modo de decirlo) hace siete años en un bar de La Latina, en Madrid, un bar que ya no sería capaz de encontrar. Yo tomaba cañas con dos amigas y estaba en una de esas épocas en las que uno es más sensible de lo normal, como si estuviera siempre con la piel más atenta que el ojo o el oído. Si añadimos a la soledad un poco de la sordidez que siempre encuentra uno en una gran ciudad, algunos desengaños y que llevaba a mis espaldas una buena terapia de Tom Waits, Leonard Cohen y Billie Holiday, supongo que no es extraño que me enamorara de Lhasa a la primera.

La camarera me tuvo que repetir tres veces el nombre de aquella voz que se desgarraba desde algún lugar al otro lado de los altavoces. Lo apunté en una servilleta y lo guardé en el fondo del bolsillo. Convencí a mis amigas para tomar otra caña en el mismo bar con tal de seguir escuchando aquella música a la que era incapaz de poner etiqueta alguna.

Como sucede con las amistades casuales, Lhasa se quedó en mi vida, si bien mis amigas de aquella noche de cervezas desaparecieron de ella. Escribí unas cuantas horas bajo el dictado de su melodía tan atormentada como hermosa. Dicen que Josele Santiago canta con el estómago; la verdad, no sabría definir con qué cantaba Lhasa. Le robé, incluso, el título de una canción para un relato: De cara a la pared.

Como a menudo ocurre con las personas interesantes, no era sencillo seguirle la pista a Lhasa. Su propia biografía era una mezcla de raíces difícil de desenmarañar. Lhasa se disfrazaba a ratos de Chavela en Québec, de Edith Piaf en México o de Wim Mertens en el desierto o de Ry Cooder en Marsella. Saltaba del castellano al inglés o francés del mismo modo natural con el que su voz quebradiza se acomodaba a cualquier cosa que cantara, a cualquier violín, trompeta o guitarra.

Aquella noche llegué a casa dando tumbos y escuchando de nuevo a Tom Waits. Pero llevaba el nombre de Lhasa en una servilleta y estaba, aunque aún no podía saberlo, un poco menos solo.

Dicen que en Montreal nevó durante cuarenta horas después de que Lhasa se fuera.










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jueves, diciembre 03, 2009

Philip Roth


Confieso que me ha costado lo mío cogerle el punto a Philip Roth. Durante bastante tiempo me sentía como el único chico de la clase al que no han invitado a un cumpleaños, como el único tarugo que no ha pillado el chiste mientras todos los demás se ríen alrededor. Novelistas y críticos de varias generaciones y países pedían el Nobel para quien yo seguía encontrando un narrador un tanto ensimismado. A mí me gustaban más Auster y DeLillo y, desde luego, Tobbias Wolf, que nunca aparecía en las listas, no sé si por ser básicamente escritor de cuentos o por haber nacido en Alabama.

Tenía un buen recuerdo de El Teatro de Sabbath, que había leído tiempo atrás, pero la archipremiada Conjura contra América me parecía (y me sigue pareciendo) una novela entretenida, pasable, bastante menos original de lo que muchos pregonaban. ¿A quién podía conmoverle la deportación (ficticia) de unos cuantos judíos en lo que casi era un campamento escolar cuando en Europa teníamos un Austchwitz y un Stalingrado (reales)? ¿Quién podía temer al aviador filonazi Charles Lindbergh cuando Europa estaba plagada de nazis de carne y hueso?

Al fin me encontré con el gran Roth en Pastoral americana primero y El lamento de Portnoy después. Si la primera es la voladura controlada del sueño americano, la segunda es una exploración por los rincones oscuros del sexo con un humor sardónico que no deja títere con cabeza. Eso sí que era una verdadera conjura.

Imagino que cuando tus correligionarios consideran que tu pueblo es el pueblo elegido, no tienes opción: si utilizas el humor, tienes que entrar a saco, sin contemplaciones, dispuesto a arrasar todo y sin que te preocupe la onda expansiva. Sólo así se explica el humor corrosivo de Roth, primo hermano del de Leonard Cohen y vecino del de Woody Allen. Un ejemplo: cuando al personaje que interpreta Allen en Desmontando a Harry su ultraortodoxa hermana le recrimina que se odie por ser judío, él responde: Vale, puede que me odie, pero no por ser judío.

El último libro de Roth que he leído es Sale el espectro. En él, Zuckerman, uno de los alter ego del escritor, está hecho una verdadera piltrafa. El cáncer de próstata (que ya estaba padeciendo en Pastoral americana) le ha dejado impotente e incontinente. Roth juega con la visión del mundo que tiene un hombre abocado a esa humillación como si se tratara de la humillación colectiva de unos Estados Unidos que reeligen a George W. Bush en 2004.

Porque esa es una de las claves de Roth. Aunque sus ficciones son eso y no otra cosa, están embebidas en el contexto político del momento, ya sea el Macarthismo el gobierno de Clinton. El sexo, el miedo, el desencanto o la religión sirven para hurgar en nosotros mismo, pero también en quien nos gobierna.

Y mientras, Roth, que nunca sonríe en las fotos, sigue escribiendo novelas y esperando que algún año de estos le den el Nobel. O no.

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jueves, octubre 15, 2009

Instantáneas de París



1. No, no he estado perdido en París todos estos meses. He estado perdido en otros lugares. Dentro de mí mismo, la mayor parte del tiempo. Aunque también me perdí un rato por París.

2. Tal vez no importe donde uno esté. Dice Alberto Manguel en el prólogo de Hotel Nómada de Cees Nooteboom que un nómada es aquel que nunca está en ningún lugar. Lo cierto es que vaya donde vaya uno, sólo importa aquello que se haya traído consigo. Lo mismo da París que Sarajevo que Delhi.

3. El caso es que me perdí un rato por París. O tal vez fuera a París con intención de perderme, aunque no terminara de perderme por completo. Paseé con fruición por la Rue de Rivoli, el Boulevard Raspail y el Boulevard de Montparnasse hasta que se me desgastaron los meniscos tanto como las suelas de las zapatillas. Ya sabía, desde luego, que no iba a encontrar nada que no hubiera traído en la mochila; pero tranquiliza mucho buscar sabiendo que uno no corre el riesgo de encontrar nada.

4. Es inevitable buscar el punto en que arranca Rayuela: “¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la Rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota desde el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts,… “. Me sitúo allí y, al igual que Horacio Oliveira, tampoco encuentro a la Maga. Menos mal, pienso, porque tampoco la buscaba. Sólo veo a docenas de arrapiezos alemanes, holandés, ingleses y americanos que beben botellas de cerveza sentados sobre los tablones del Pont des Arts, indiferentes a la luz de ceniza y olivo que sube desde el río.

5. A la mañana siguiente me dedico al turismo necrófilo en el Cementerio de Montparnasse. Doy unas cuantes vueltas hasta que encuentro el lugar en que está enterrado Julio Cortázar junto con Carol Dunlop. Hay algunas ofrendas, papelitos con notas de agradecimiento, canicas, flores, lápices. Pero no hay ni un solo gato. Tal vez eso sería lo que más le hubiera gustado a Cortázar. Un gato ronroneando permanentemente sobre su lápida.

6. Entro en el Café de Flore y me siento en una mesa. Pido un café y me dedico a observar el mobiliario. Bancos con tapizado rojo y espejos por todas partes. El sitio no tiene nada de especial, aparte de lo fácil que resulta mitificarlo. Intento escuchar las voces de Sartre, Beauvoir y Camus retumbando contra las paredes, pero sólo escucho a dos japonesas consultando su Lonely Planet en la mesa de al lado. Sobre la mía, el ticket me recuerda que debo 6 € por mi café solo.

7. Puestos a hablar de bares, leo en París no se acaba nunca de Vila-Matas el encontronazo que tuvieron Ernest Hemingway y André Malraux durante la liberación de París. Cuenta la leyenda que Hemingway se adelantó unas horas a la entrada en París de los aliados y liberó el bar del Ritz. Cuando llegó Malraux con sus tropas regulares, Hemingway y los suyos llevaban ya varias horas celebrando su victoria con champán y coñac. Y ante el desprecio del francés por el americano, uno de lo fieles seguidores del segundo se le acercó y le preguntó: “¿Podemos fusilar a este gilipollas?”.
De haber sido Hemingway (aún) más temperamental nos habríamos ahorrado de una sola vez dos cosas tan feas como un político gaulista y un pésimo escritor de novelas.

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jueves, junio 18, 2009

Escribiendo desde un país lejano


Las circunstancias en que conocí a Nacho Ferrando no hacían presagiar el que fuese a despertar admiración alguna en mi persona; y es que tenía la irritante costumbre de ganar la mayor parte de los certámenes de cuentos a los que yo me presentaba. Con el tiempo encontré una solución para preservar mi autoestima: dejé de presentarme a certámenes y me dediqué a medirme con rivales de mi tamaño (es decir, conmigo mismo).

No sin cierto ánimo de flagelarme, seguí leyendo algunos de sus relatos. Descubrí que Ferrando, además de ganar certámenes de cuentos, tenía la irritante costumbre de escribirlos muy bien. Había en ellos una visión particular de la realidad, una visión esquinada, casi perversa en su afán de subvertir el orden habitual de las cosas. Se diría que observaba la realidad siguiendo una aguda máxima que en una ocasión le escuche a Luis Landero: “Cuando escribas, acuérdate de que vives en un país lejano.”

En general, hay en el panorama literario (suponiendo que haya algo a lo que se pueda llamar así) un cierto desprecio hacia los cuentos. Es fácil encontrar relatos publicados por notables novelistas que no son otra cosa que breves historias narradas con mayor o menor esmero, como escenas que no supieron encajar en ninguna de sus novelas. Pero no son verdaderos cuentos; se podría decir que no tienen ninguna intención literaria profunda. Menos frecuente pero igual de frustrante es el caso contrario: el de los escritores que, amparados en una técnica solvente, producen cuentos en serie en los que poco o nada tienen que decir.

Pero nada de eso ocurre en Sicilia, invierno, el segundo libro de relatos de Ignacio Ferrando, publicado por JdJ Editores. La materia prima no es otra que la reinterpretación de los clásicos: desde Ovidio y Homero a Valery o incluso a Gregor Mendel. Tal vez por todo eso, cada uno de los relatos es una pequeña pieza de artesanía, diferente a las demás, como si hubiese sido labrado sobre la madera adaptándose a sus nudosidades, sin pretender someterlas. Y es que Ferrando asume riesgos. No se conforma con lo obvio e invita al lector a un viaje lleno de dobleces y rugosidades, sin aleccionarlo si catequizarlo.

Por eso Sicilia, invierno es un libro tan diferente; ni siquiera los relatos que lo componen se parecen demasiado entre sí. Son como billetes de tren que invitan a viajar al lector, expectante ante la certeza de que no hará dos viajes iguales e inquieto ante la perspectiva de que el viaje ilumine algún olvidado vericueto de su alma. Eso sí, siempre que el lector esté dispuesto a embarcarse en ese tipo de viajes.

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