Cuaderno de Trieste

Blog personal de Gabriel Rodríguez

jueves, enero 21, 2010

Recomendaciones para 2010


Con un poco de retraso (Lhasa merecía el artículo) os dejo aquí, siguiendo la tradición, doce libros recomendados para 2010 escogidos entre los que yo leí en 2009. Algunos tienen una breve nota y en otros he puesto el enlace al artículo que escribí en su día. Espero que disfrutéis de la lectura y de todo lo bueno que traiga este 2010, esperemos que en abundancia.


El bosque de los zorros, de Arto Paasilinna (Anagrama). Divertidísima fábula sobre la amistad. Una historia tan tierna como ácida. Un ladrón se oculta en lo más remoto de Finlandia con unos cuantos lingotes de oro.

La vida no es un auto sacramental, de Alejandro Cuevas (Destino). Retrato brillante y nostálgico de los nacidos en la década de los setenta y su adolescencia alargada en una plomiza ciudad de provincias. Si hay una novela que refleja esa indolencia generacional del diletante, es esta. Obtuvo una mención especial en el Nadal de 1999.

El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince (Seix-Barral). http://cuadernodetrieste.blogspot.com/2009/05/peleando-contra-el-olvido.html

Corazón de Ulises, de Javier Reverte (Plaza-Janés)
http://cuadernodetrieste.blogspot.com/2009/04/quien-conmigo-va.html

Las benévolas, de Jonhatan Littell (RBA libros)

Los violines de Saint Jacques, de Patrick Leigh-Fermor (Tusquets) Una joven llega a una isla de las Antillas para trabajar como institutriz. El escritor inglés Patrick Leigh-Fermor resuelve esta historia de clima alucinado e intenso con la elegancia de las grandes novelas cortas.

El padre de Blancanieves, de Belén Gopegui (Anagrama). Belén Gopegui reflexiona en esta brillante novela sobre la política, las relaciones de pareja y las paternofiliales. Siempre de forma inteligente, sutil y sin adoctrinar. Aunque siempre se corre el riesgo de exagerar cuando se dicen estas cosas, es una de las mejores novelas españolas de la década.

El gran cuaderno, de Agota Kristof (Seix-Barral). Cuando uno no sabe si lo que acaba de leer es cruel o tierno, está ante una obra maestra. En este caso se trata de la singular historia de dos hermanos que sobreviven al alimón en la cruda posguerra europea narrada con una elegancia sarcástica muy poco común.

Historias de Nueva York, de Enric González (RBA Libros). Un corresponsal llega a Nueva York y mete al lector en la maleta. Es el modo perfecto para conocer la ciudad, viendo cuanto ve y comiendo cuanto come. El tono desenfadado de Enric González hace que el libro sea de lo más ameno. Casi se puede oler la carne poco hecha que rezuma grasa en Brooklyn y compartir las resacas del narrador después de sus excesos en los bares.

Fabulosas narraciones por historias, de Antonio Orejudo (Tusquets y Lengua de Trapo) ¿Y si la Generación del 27 no hubiera sido otra cosa que una empresa organizada con pretensiones de generar varios intelectuales, un mártir y un Nobel? La heterodoxa y satírica visión de la historia de Antonio Orejudo ha sido reeeditada diez años después de la publicación. Ya es casi un clásico.

Citas criminales, de Joaquín Lloréns (Baile del Sol). De la mano de Beatriz, investigadora licenciosa, y de su peculiar mecenas, esclarecemos varios crímenes. Dan ganas de que sigan sus novelas y dan ganas de que a uno le investigue a fondo la buena de Beatriz. Pero entre que uno se la encuentra y no, merece la pena perderse entre las páginas y citas de todo tipo que se encuentran en esta divertidísima novela.

La literatura nazi en América, de Roberto Bolaño (Seix-Barral). Esta es una guía de escritores falsos, pero bien verosímiles, que en algún momento se sintieron atraídos por el Tercer Reich. El típico humor de Bolaño, mezclando sorna y erudición hace que el libro sea de lo más divertido.
(Mira que tengo ganas de escribir sobre Edward Hopper, pero nunca encuentro el modo ni el momento de hacerlo. Las mujeres ensimismadas que pinta ya lo dicen casi todo. Así que, de vez en cuando, pongo por aquí alguna de su pinturas como quien decora su casa. Esta es New York movie.)

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martes, enero 05, 2010

Lhasa y yo


Es cosa sabida por cualquier nostálgico que a veces uno se siente cercano a personas a las que no verá jamás, con las que nunca ha hablado y cuyos rostros ni siquiera es capaz de precisar. Son las voces que llegan a través de las canciones, de los libros, de las películas. Son ficciones, pero al mismo tiempo hablan de nosotros como si sus autores hubieran tomado pedazos de nuestras vidas cuando se pusieron manos a la obra. Imagino que será porque todas las vidas posibles se parecen más de lo que uno cree.

Lhasa de Sela se me apareció (no se me ocurre mejor modo de decirlo) hace siete años en un bar de La Latina, en Madrid, un bar que ya no sería capaz de encontrar. Yo tomaba cañas con dos amigas y estaba en una de esas épocas en las que uno es más sensible de lo normal, como si estuviera siempre con la piel más atenta que el ojo o el oído. Si añadimos a la soledad un poco de la sordidez que siempre encuentra uno en una gran ciudad, algunos desengaños y que llevaba a mis espaldas una buena terapia de Tom Waits, Leonard Cohen y Billie Holiday, supongo que no es extraño que me enamorara de Lhasa a la primera.

La camarera me tuvo que repetir tres veces el nombre de aquella voz que se desgarraba desde algún lugar al otro lado de los altavoces. Lo apunté en una servilleta y lo guardé en el fondo del bolsillo. Convencí a mis amigas para tomar otra caña en el mismo bar con tal de seguir escuchando aquella música a la que era incapaz de poner etiqueta alguna.

Como sucede con las amistades casuales, Lhasa se quedó en mi vida, si bien mis amigas de aquella noche de cervezas desaparecieron de ella. Escribí unas cuantas horas bajo el dictado de su melodía tan atormentada como hermosa. Dicen que Josele Santiago canta con el estómago; la verdad, no sabría definir con qué cantaba Lhasa. Le robé, incluso, el título de una canción para un relato: De cara a la pared.

Como a menudo ocurre con las personas interesantes, no era sencillo seguirle la pista a Lhasa. Su propia biografía era una mezcla de raíces difícil de desenmarañar. Lhasa se disfrazaba a ratos de Chavela en Québec, de Edith Piaf en México o de Wim Mertens en el desierto o de Ry Cooder en Marsella. Saltaba del castellano al inglés o francés del mismo modo natural con el que su voz quebradiza se acomodaba a cualquier cosa que cantara, a cualquier violín, trompeta o guitarra.

Aquella noche llegué a casa dando tumbos y escuchando de nuevo a Tom Waits. Pero llevaba el nombre de Lhasa en una servilleta y estaba, aunque aún no podía saberlo, un poco menos solo.

Dicen que en Montreal nevó durante cuarenta horas después de que Lhasa se fuera.










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