Cuaderno de Trieste

Blog personal de Gabriel Rodríguez

martes, diciembre 25, 2007

Postal desde el desierto (1)


A última hora de la tarde, conduzco sin prisa por el valle del Ziz. Avanzamos con suavidad. El coche parece acomodarse a la carretera trazada en paralelo al cauce seco. El valle se estrecha en una garganta y se vuelve a abrir poco después. De cuando en cuando, un palmeral rompe la monotonía y revela que en otra época del año, en algún lugar, debe de haber algo de agua.

La luz se va escurriendo sobre las laderas rojizas. Casi minuto a minuto, cambian de tonalidad. El cansancio se diluye en una relajación profunda y algo extraña. Es el sosiego del anonimato, de la lejanía.

Permanecemos en silencio. Sólo se escucha el rugido del motor sobre la carretera trazada en medio de la nada. Sobre el mapa, aún no hemos pisado la minúscula esquina del Sáhara a la que nos dirigimos; sobre el terreno, llevamos más de trescientos kilómetros de laderas desoladas y carreteras desiertas azotadas por un viento constante. Del laberinto borgiano de la medina de Fez, en el que ayer nos perdimos una y otra vez, sólo queda en la memoria un murmullo apagado.

Mis compañeros son viajeros militantes. Como yo, observan fascinados, sin preguntarse por qué no dejamos de movernos. Sé que me seguirán mientras me mueva y que me arrastrarán cuando flaquee. Supongo que, como los tiburones, tenemos la necesidad de movernos continuamente para no asfixiarnos.

Ya es de noche cuando dejamos atrás la localidad de Erfoud. El asfalto termina poco después y no nos queda más remedio que adentrarnos en las pistas de tierra. No tardamos en comprobar cómo la tierra seca y pedregosa del desierto se intercala con la arena. Menos de media hora después de haber abandonado la carretera, estamos atrapados en la arena. Las ruedas giran sin oposición y el coche termina clavándose en el suelo.

Dos adolescentes bereberes a los que hemos intentado dar esquinazo sin éxito, se ríen de nosotros. A falta de plan mejor, decidimos reírnos con ellos. Mientras esperamos a que aparezca su hermano con un Land Rover, comprendemos que formamos parte de uno de los pasatiempos preferidos de los jóvenes que viven aquí: ver cómo se atascan en el desierto los incautos conductores europeos.

Dos horas y una ducha más tarde, cenamos un tajine de verduras en la kasbah en la que nos hospedamos, no muy lejos del lugar en el que hemos quedado atrapados. Recordamos el incidente entre risas, pero no se nos escapa que nos ha colocado en nuestro lugar. El viajero es el último en llegar a un lugar; es quien menos sabe, a quien más le queda por aprender.

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