Cuaderno de Trieste

Blog personal de Gabriel Rodríguez

martes, septiembre 26, 2006

El salto


La historia nos la refirió Mirna, una mostarí que hablaba el típico castellano correcto pero sin artículos de los eslavos. En 1993, en plena guerra de los Balcanes, había vivido tres meses con una familia de Albacete. Para comprender lo que aquel viaje había supuesto para Mirna, bastaba con echar un vistazo a las tumbas del cementerio musulmán de Mostar: hasta donde alcanzaba la vista, casi todas llevaban la fecha de 1993.
En noviembre de aquel año la artillería croata voló el Stari Most, el puente antiguo de la ciudad. Quedaba por tanto dividida la parte musulmana de Mostar, constituida por la margen izquierda del río Neretva y una pequeña parte de la derecha. Aparte del valor estratégico de la operación, la voladura del puente tenía por objetivo minar la moral de los civiles musulmanes. Desde mucho tiempo atrás, éstos tenían la tradición de lanzarse desde el puente hacia las aguas verdosas del Neretva en una caída vertical de más de veinte metros.
El puente fue reconstruido en 2004. La ciudad se iba recuperando gracias a la ayuda internacional, que además servía para lavar las conciencias occidentales. Sin embargo, Mirna nos contó que durante los casi once años que el puente estuvo destruido, los jóvenes mostarís habían colocado unos tablones desde la margen izquierda hasta la mitad del río en el lugar en el que había estado el puente. Y así continuaban saltando.
Aquella noche cenamos un cebapcici en una rivera de piedras planas junto al agua. Sobre nosotros colgaba el Stari Most iluminado por la luz blanca de los focos. Imaginé qué habría ocurrido una mañana de hacía diez años. Quizá un quinceañero gamberro y barbilampiño hubiera despertado de madrugada, escuchando el sonido denso de una pausa en los combates, con una idea nacida a caballo entre el sueño y la vigilia; quizá hubiese corrido hasta casa de su mejor amigo para espetarle de forma atropellada aquello que se le había ocurrido. El otro, aún medio dormido, lo habría seguido sin demasiada fe. Juntos robarían un par de gruesos tablones a las milicias musulmanas. Casi sin darse cuenta, una hora después, ya serían media docena de chavales los que serraran y clavaran, martillearan y apuntalaran los maderos sobre los restos del puente de piedra de casi quinientos años.
A media mañana, el chico que ha despertado con aquella idea, se despoja de la camisa y los pantalones; avanza unos pasos sobre los tablones que se comban y crujen bajo su peso. El chico se asombra al comprobar la palidez de su piel, privada del sol por las largas estancias en los refugios. Cierra los ojos y siente sobre la cara una brisa ágil que discurre paralela al Neretva y se refresca rizando el agua. Por fin se lanza al agua, entre el estruendo de los obuses y la lluvia metálica de la metralla. Durante unos segundos se libera de toda aquella locura que ha empujado a los vecinos a asesinarse unos a otros.
Probablemente las cosas no ocurrieron de ese modo. Pero era bonito perderse en el murmullo continuo del Neretva al anochecer y pensar que en aquel momento, en aquel salto, había comenzado a esbozarse una reconciliación que cristalizaría, algún día, dentro de muchos años.
De madrugada tomamos el tren para Sarajevo. No volvimos a ver a Mirna. Su nombre significaba paz.

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