Cuaderno de Trieste

Blog personal de Gabriel Rodríguez

jueves, abril 27, 2006

Una breve nota

Me ha llegado el rumor de que algunos de los miles de amigos que visitáis esta página no habéis podido dejar vuestros comentarios. He cambiado la configuración de la página, así que podéis volver a intentarlo. Si tenéis algún problema, también podéis mandarme un mail al correo de la página (blogtrieste@yahoo.es) especificando que queréis que publique el contenido en la web. Se admiten críticas, sugerencias y hasta algún insulto moderado hacia mi persona.

martes, abril 25, 2006

De parte de los que padecen la historia

Dijo Albert Camus que el artista siempre debe estar de parte de los que padecen la historia. La cita resume el espíritu que aparece en Los girasoles ciegos, el libro por el que Alberto Méndez obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y el Premio de la Crítica, ambos, si no me equivoco, de forma póstuma. La altura literaria de sus cuatro cuentos es formidable. Méndez se adentra en uno de los escenarios más farragosos para la narrativa, el de la guerra civil y posguerra. Y digo farragoso porque es terreno abonado para el tópico, ya sea éste sensiblería trágica o panfleto ideológico. No precipitarse en ninguno de ellos es tan delicado como transitar por un campo minado. Alberto Méndez lo consigue desde la honestidad literaria, suscribiendo con el lector un pacto por el cual se compromete a respetarlo. Tras su léxico cuidado y su escritura de lector culto y cívico se esconde un prosista ágil e inteligente. Allí permanece agazapado, sin dejarse llevar por vanidad o veleidad alguna, manteniendo siempre sus recursos al servicio de la historia y nunca al revés.
En la contraportada se lee una nota que avisa ya de las intenciones del autor: “Todo lo que se narra en este libro es verdad, pero nada de lo que se cuenta es cierto”. Poco importa si las historias que Alberto Méndez presenta como reales lo son o no; poco importa, pues lo fundamental es que son verosímiles y que arrojan luz sobre la memoria individual de la derrota.
La ficción se construye sobre un sólido esqueleto. Bajo la apariencia de realidad que confiere su estilo testimonial, se encuentran referencias metaliterarias, como la del niño que tiene a su padre escondido en un armario y vive en una permanente ficción, o la de Juan Senra, recreación de la Sherezade de las mil y una noches en una prisión franquista. Estas referencias engarzan la cruda realidad de la posguerra con la propia literatura.
Conmueve especialmente la agudeza de sus personajes, agudeza que resulta dolorosa en medio de la ceguera general. Transcribo a modo de ejemplo una confesión del capitán Alegría, protagonista del primer relato: “Alegría confesó a un suboficial intachable que los defensores de la República hubieran humillado más al ejército de Franco rindiéndose el primer día de la guerra que resistiendo tenazmente, porque cada muerto de esa guerra, fuera del bando que fuera, había servido sólo para glorificar al que mataba. Sin muertos, dijo, no habría gloria, y sin gloria, sólo habría derrotados.”
Esa amargura resignada que hay en la derrota, la derrota personal, individual, es la que hace de hilo conductor a través de los cuatro cuentos de Los girasoles ciegos. Cuatro historias dolorosas en la sociedad más tísica y alienada de la España del siglo XX, los años cuarenta; historias de personajes que oscilan entre la dignidad y la miseria, moviéndose de lo más noble a lo más espurio.
(La foto que acompaña es de Robert Capa. Es el frente de Ciudad Universitaria)

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viernes, abril 14, 2006

Clave para evitar el futuro


Me llama la atención un párrafo de los casi siempre lúcidos análisis de Josep Ramoneda. Lo reproduzco.
“El mundo como apartheid. Un detalle: ¿qué les exigimos a los inmigrantes para que puedan venir a los países del primer mundo? Un contrato de trabajo. Exactamente lo mismo que los blancos sudafricanos exigían a los negros de los ghetos para que pudieran acceder a sus barrios durante los años del apartheid.”
La idea es de lo más inquietante. ¿Se regirá el conflicto Sur-Norte de los próximos años por los mismos parámetros racistas que la Sudáfrica del apartheid? Algunos datos objetivos apuntan en ese sentido. Mientras en Europa criticamos con saña el muro erigido en Palestina por el inefable Sharon, el Gobierno de España refuerza la valla de Melilla para evitar el asalto masivo de inmigrantes desesperados. La consecuencia de esa acción es obvia: los inmigrantes intentan llegar a Canarias desde la costa norte de Mauritania. Se aventuran en el Atlántico con embarcaciones de lo más precario, lo que arroja el resultado de una fantasmal sangría de ahogados anónimos.
El problema es de una complejidad extraordinaria. De hecho, es el problema con mayúsculas. Sonroja comprobar cómo la clase política divaga entre sutilezas de identidad nacional o revuelve machaconamente toda noticia o rumor relacionado con ETA, por más que la banda terrorista lleve casi tres años sin asesinar y el mar escupa cada mañana decenas de cadáveres de inmigrantes. Es evidente que subyace una fuerte pulsión xenófoba. Por ahí aflora la Sudáfrica del apartheid.
Por eso quizá en pocos años nos veamos abocados a aprender de esa sociedad sudafricana y a discriminar qué nos vale y qué no de aquella espantosa experiencia. Y puede suceder que nos removamos incómodos al leer a escritores como John Maxwell Coetzee o Nadine Gordimer que afearon la conducta de sus conciudadanos a los que cada vez nos parecemos más.
Es difícil escribir sobre Coetzee. Su literatura se explica por sí misma con una nitidez tan violenta que no requiere prólogo alguno. Basta citar las palabras que le dedicara Mario Vargas Llosa, que es, además de novelista formidable e irritante analista político, un fino crítico: “El surafricano Coetzee es uno de los mejores novelistas vivos, y no digo el mejor porque para hacer una afirmación semejante habría que haberlos leído a todos.” Respecto a Nadine Gordimer me fascina el modo en que logra contener la tensión. Su libro de relatos El salto tiene algo de Raymond Carver transplantado a Sudáfrica.
Así que si hay modo alguno de combatir ese macroapartheid en el que tres cuartas partes del mundo constituyen un gheto en que sus ciudadanos sólo piensan en llegar a la otra cuarta parte para ser tratados como esclavos, si podemos al menos reflexionar sobre ese proceso de degradación social, propongo empezar leyendo a Coetzee y a Gordimer. Tal vez sea una forma de impedir que aquello que describen se haga realidad en todo el planeta.

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jueves, abril 13, 2006

Por qué escribir desde Trieste


Porque hay que elegir un lugar, casi a modo de lienzo, sobre el que dejar fluir la escritura; y como si fuera un palimpsesto, escibir sobre lo escrito.
Trieste viene de un artículo de Enrique Vila-Matas que a continuación cito. El texto completo lo podéis encontrar en El País del día 17 de enero de 2006, bajo el inquietante título de Plan para el más allá.

"Esa inolvidable sensación de extrañeza y deriva volví a recuperarla días después cuando en una entrevista le preguntaron al escritor español J. A. González Sainz por qué vivía en Trieste y él contestó así: "Más quisiera yo saberlo. Y ese no saber es una buena razón. Me siento extraño aquí, extranjero, distante, y sentirse extranjero en el mundo creo que es una de las condiciones de la escritura, habitar el mundo de una forma un poco esquinada. Cuando regreso en tren ya de noche de mis clases en Venecia y veo al final del viaje las luces de Trieste allí en el fondo, como atenazadas a la espalda por la oscuridad de las montañas del Carso, con Eslovenia atrás y a la derecha la línea de las costas de Istria, y me digo "ahí está tu casa", "allí es donde vives", se me genera una sensación de extrañeza, de no pertenencia sino de paso, con la que me llevo bien y que creo que es fundamental para esa forma de vivir que es escribir".
[...]
De día pasear por cementerios espectrales. Y por las noches escuchar mis pasos resonando en un decorado de cartón-piedra. La voz de Morrison como fondo. Y en la nueva vida ver pasar los trenes.
Y ser (como decía Kafka) un chino que vuelve a casa."

Recuerdo un consejo que daba Luis Landero a unos cuantos aprendices de escritor: "Acuérdate de que vives en un país lejano". Ese país lejano de Landero, esa extrañeza de la existencia esquinada en el mundo de González Sainz, ese chino que vuelve a casa de Kafka, será Trieste. Una ciudad suspendida sobre los Balcanes, sujeta a Italia por tanza firme e invisible. Trieste. Una ciudad a la que me imagino, como González Sainz, volviendo cada noche en tren a buscar un hogar donde nadie me conozca, donde poder escaparme de mí mismo de espaldas a Venezia, con el dorso de las manos agitando las aguas del Adriático y las palmas mirando hacia Croacia y Eslovenia.
Trieste, una ciudad en la que nunca he estado.

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