Cuaderno de Trieste

Blog personal de Gabriel Rodríguez

jueves, marzo 26, 2009

Fisonomía del asesino: "Las benévolas", de Jonathan Littell


Pensaba dejar este artículo para cuando se me hubiera pasado la impresión de haber leído Las benévolas, pero no hay manera; transcurridos unos cuantos días desde que cerré el libro, sigo sobrecogido por la monumental novela de Jonathan Littell. Y es que este libro, más que ponerte los pelos de punta (que te los pone, desde luego) acaba por hacer al lector cómplice de la barbarie y por someterle a la pesada sensación de culpabilidad colectiva.

Digamos que la estrategia moral de Littel consiste en acortar la distancia que separa al criminal de la persona que no lo es hasta dejarla en un estrecho foso que se puede franquear con facilidad en ambas direcciones. Por ahí precisamente le han llegado las críticas negativas; por parte de quienes consideran que el personaje de Aue no es creíble.

A mí, en cambio, sí me parece creíble. La hipótesis que defiende Littel es la siguiente: que el verdugo puede ser un tipo culto, sensible incluso, y no necesariamente ha de ser un carnicero escaso de luces. Me viene a la memoria, por ejemplo, el torturador de La muerte y la doncella, que violaba mujeres mientras escuchaba a Schubert.

Y es que Max Aue, el protagonista de la novela que va medrando en las SS, tiene su encanto si uno lo contempla desde la lógica del momento. Es educado, inteligente, eficaz, culto; se emociona con Flaubert y Stendhal, con Beethoven y Haydn y disfruta de las conversaciones inteligentes y de la buena comida y bebida. Cuando trabaja, se ocupa del exterminio de los judíos con el mismo celo profesional con el que despacha asuntos de logística e intendencia.

La visión de Littell va en la misma dirección que la de Irène Némirowsky en Suite francesa. El maniqueísmo no vale. La ficción lacrimógena (Spielberg, por ejemplo) no nos explica nada sobre lo ocurrido. Magris apunta en El Danubio que el libro más conmovedor sobre los campos de exterminio es Comandante en Austchwitz, redactado por Rudolf Höss justo antes de que le ahorcasen.

Una de las más elocuentes paradojas que cuenta Las benévolas es la explicación de que en las SS no se ve con buenos ojos a quienes ejecutan judíos con desprecio y sadismo, disfrutando incluso con ello. Nada de eso. La idea, según nos cuenta Aue, es que hay que hacerlo porque es necesario hacerlo, pero no por gusto. De hecho, él no tiene inconveniente en ser educado e incluso agradable con los judíos o soldados rusos a punto de ser ejecutados con los que tiene trato. Es inflexible en el cumplimiento de su deber, pero no es una máquina de odiar.

Este libro es un viaje al corazón de las SS y a los núcleos del poder del Tercer Reich. Pero no hay en él moralinas biempensantes que simplifiquen la condición humana.

Porque en el fondo, Aue somos todos y cada uno de nosotros.

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viernes, marzo 06, 2009

Breve terapia suiza


Hay países que te libran de la inquietud de una bofetada: basta con aterrizar y recibir la primera bocanada de humanidad contante y sonante como para que al viajero se le quite la tontería occidental; en otros, sin embargo, la terapia es más gradual: la melancolía se adormece un poco, se respiran unas bocanadas de aire glaciar, se observa el cielo enrejado por la maraña de cables de tranvía y se vuelve uno a casa más relajado. Obviamente La India pertenece al primer grupo y Suiza al segundo.

Siempre que uno comienza un viaje, algún recuerdo, muchas veces un estereotipo, aflora desde el subconsciente. Camino de Suiza, se me ocurren dos. Primero, el romanticismo de Hans Castorp, el joven más herido en el alma que en el cuerpo que acudía a una clínica suiza en una de las mejores novelas de todos los tiempos: La montaña mágica, de Thomas Mann. Segundo, la lapidaria frase del cínico Harry Lime que interpreta Orson Welles en El tercer hombre, en la que dice que la sangrienta Italia de los Borgia produjo a Leonardo, Miguel Ángel y el Renacimiento, mientras que los quinientos años de democracia, paz y amor en Suiza produjeron el reloj de cuco.

Pero la realidad siempre va por otro lado, y pronto nos encontramos embebidos en el frío de Zurich y nos olvidamos de Castorp, Welles y demás mitología. De hecho, pronto nos enteramos de que los suizos están obligados a cumplir tres semanas anuales de servicio militar obligatorio.

Aquí la civilización llega hasta donde la naturaleza lo permite: a 2000 metros de altitud, en el puerto de Kleine Scheidegg, junto a la parada del tren cremallera, se percibe la misma tranquilidad que en las aseadas calles de Zurich; pero un poco más allá se adivinan las fronteras del mundo civilizado en la base del kilómetro y medio largo de altura de la cara norte de Eiger o en los seracs suspendidos.

Es un auténtico privilegio dar cuenta del típico rancho germano (salchicha, sauerkraut y cerveza) frente a la Eiger-Nordwand, la cara norte de la montaña que los suizos llamaron “Ogro”. Pocos lugares arrostran tanto malditismo alpino como esta pared. Como si fuera un lienzo gigantesco, Heickmar, Harrer, Terray, Lachenal, Bonnington, Messner, Habeler o Steck han trazado parte de sus vidas verticales sobre esta imponente pared. Algunos, como los maños Rabadá y Navarro, se quedaron en ella para siempre.

Al día siguiente, Los Alpes no nos dejan ni acercarnos. Una nieve suave y constante cae sin tregua sobre las tranquilas calles de Berna. Toca refugiarse en los bares, donde de día el café estimula y de noche la cerveza aletarga. No parece que sea un problema para esta mezcla de suizos y españoles que formamos, todos buenos comedores y bebedores.

Pero los días pasan con rapidez y el tiempo se nos acaba. A diferencia de Rabadá y Navarro, a diferencia de Hans Castorp, poco después nos subimos a un avión que nos devuelve a casa.

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