Cuaderno de Trieste

Blog personal de Gabriel Rodríguez

viernes, marzo 06, 2009

Breve terapia suiza


Hay países que te libran de la inquietud de una bofetada: basta con aterrizar y recibir la primera bocanada de humanidad contante y sonante como para que al viajero se le quite la tontería occidental; en otros, sin embargo, la terapia es más gradual: la melancolía se adormece un poco, se respiran unas bocanadas de aire glaciar, se observa el cielo enrejado por la maraña de cables de tranvía y se vuelve uno a casa más relajado. Obviamente La India pertenece al primer grupo y Suiza al segundo.

Siempre que uno comienza un viaje, algún recuerdo, muchas veces un estereotipo, aflora desde el subconsciente. Camino de Suiza, se me ocurren dos. Primero, el romanticismo de Hans Castorp, el joven más herido en el alma que en el cuerpo que acudía a una clínica suiza en una de las mejores novelas de todos los tiempos: La montaña mágica, de Thomas Mann. Segundo, la lapidaria frase del cínico Harry Lime que interpreta Orson Welles en El tercer hombre, en la que dice que la sangrienta Italia de los Borgia produjo a Leonardo, Miguel Ángel y el Renacimiento, mientras que los quinientos años de democracia, paz y amor en Suiza produjeron el reloj de cuco.

Pero la realidad siempre va por otro lado, y pronto nos encontramos embebidos en el frío de Zurich y nos olvidamos de Castorp, Welles y demás mitología. De hecho, pronto nos enteramos de que los suizos están obligados a cumplir tres semanas anuales de servicio militar obligatorio.

Aquí la civilización llega hasta donde la naturaleza lo permite: a 2000 metros de altitud, en el puerto de Kleine Scheidegg, junto a la parada del tren cremallera, se percibe la misma tranquilidad que en las aseadas calles de Zurich; pero un poco más allá se adivinan las fronteras del mundo civilizado en la base del kilómetro y medio largo de altura de la cara norte de Eiger o en los seracs suspendidos.

Es un auténtico privilegio dar cuenta del típico rancho germano (salchicha, sauerkraut y cerveza) frente a la Eiger-Nordwand, la cara norte de la montaña que los suizos llamaron “Ogro”. Pocos lugares arrostran tanto malditismo alpino como esta pared. Como si fuera un lienzo gigantesco, Heickmar, Harrer, Terray, Lachenal, Bonnington, Messner, Habeler o Steck han trazado parte de sus vidas verticales sobre esta imponente pared. Algunos, como los maños Rabadá y Navarro, se quedaron en ella para siempre.

Al día siguiente, Los Alpes no nos dejan ni acercarnos. Una nieve suave y constante cae sin tregua sobre las tranquilas calles de Berna. Toca refugiarse en los bares, donde de día el café estimula y de noche la cerveza aletarga. No parece que sea un problema para esta mezcla de suizos y españoles que formamos, todos buenos comedores y bebedores.

Pero los días pasan con rapidez y el tiempo se nos acaba. A diferencia de Rabadá y Navarro, a diferencia de Hans Castorp, poco después nos subimos a un avión que nos devuelve a casa.

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