Adolescencia
No siempre he leído mucho. Durante algunos años me perdía sin remedio en lecturas vagas que dejaba y retomaba cada dos o tres meses, o en libros sobre ciencia, los cuales, por algún inexplicable motivo, encontraba más reconfortantes mientras más áridos fuesen. Pero creo que casi siempre he leído con intensidad.
Cuando tenía quince o dieciséis años empecé a acercarme a la poesía, no ya como el más o menos aplicado estudiante de lengua que había sido en el colegio, sino como un lector en busca de verdades. La poesía era un murmullo, un código secreto que fluía entre todos, pero que sólo unos pocos éramos capaces de descifrar.
El instituto tenía algo de carcelario, con la sordidez y juego sucio de quien se afana por sobrevivir; y la poesía tenía algo de religioso, como una fe que apuntara hacia un horizonte más esperanzador (todo muy pueril, sí, pero qué adolescencia, fe o esperanza no lo es).
Los poetas llegaban por distintas vías. Algunos casi como residuos casuales que uno se encontraba entre las anquilosadas programaciones académicas. Y otros a través de los trovadores que los cantaban: Miguel Hernández, Machado, Blas de Otero, Gil de Biedma o Gamoneda aparecían en las voces de Amancio Prada, Serrat, Paco Ibáñez o Loquillo.
Casi todos eran perdedores, o excluidos o contestatarios. Y tal vez por eso no era difícil identificarse con ellos. Quizá haya un tipo de concomitancia íntima con la poesía, una conexión directa entre el lector y el poeta que sólo puede tenerse en la adolescencia. Quizá exista un fulgor vital condenado a extinguirse y que resulta incompatible con la treintena. Resultan esclarecedores los versos de Gil de Biedma al respecto. (“Podría recordarte que ya no tienes gracia./ Que tu estilo casual y que tu desenfado/ resultan truculentos/ cuando se tienen más de treinta años,/ y que tu encantadora/ sonrisa de muchacho soñoliento/ —seguro de gustar— es un resto penoso,/ un intento patético.” )
Puede que lo único bueno de la adolescencia sea que un día desaparece, como si no hubiera sido más que una enfermedad larga y aburrida; y no deja más secuela que una nostalgia apagada, leve, indolora.
Cuando tenía quince o dieciséis años empecé a acercarme a la poesía, no ya como el más o menos aplicado estudiante de lengua que había sido en el colegio, sino como un lector en busca de verdades. La poesía era un murmullo, un código secreto que fluía entre todos, pero que sólo unos pocos éramos capaces de descifrar.
El instituto tenía algo de carcelario, con la sordidez y juego sucio de quien se afana por sobrevivir; y la poesía tenía algo de religioso, como una fe que apuntara hacia un horizonte más esperanzador (todo muy pueril, sí, pero qué adolescencia, fe o esperanza no lo es).
Los poetas llegaban por distintas vías. Algunos casi como residuos casuales que uno se encontraba entre las anquilosadas programaciones académicas. Y otros a través de los trovadores que los cantaban: Miguel Hernández, Machado, Blas de Otero, Gil de Biedma o Gamoneda aparecían en las voces de Amancio Prada, Serrat, Paco Ibáñez o Loquillo.
Casi todos eran perdedores, o excluidos o contestatarios. Y tal vez por eso no era difícil identificarse con ellos. Quizá haya un tipo de concomitancia íntima con la poesía, una conexión directa entre el lector y el poeta que sólo puede tenerse en la adolescencia. Quizá exista un fulgor vital condenado a extinguirse y que resulta incompatible con la treintena. Resultan esclarecedores los versos de Gil de Biedma al respecto. (“Podría recordarte que ya no tienes gracia./ Que tu estilo casual y que tu desenfado/ resultan truculentos/ cuando se tienen más de treinta años,/ y que tu encantadora/ sonrisa de muchacho soñoliento/ —seguro de gustar— es un resto penoso,/ un intento patético.” )
Puede que lo único bueno de la adolescencia sea que un día desaparece, como si no hubiera sido más que una enfermedad larga y aburrida; y no deja más secuela que una nostalgia apagada, leve, indolora.
(Esa mirada perdida que Munch pinta en su "Melancolía" me remite a aquellos. En esa mirada parece haber más aburrimiento que desesperación real.)
Etiquetas: Gil de Biedma, Machado, Miguel Hernández, Munch
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