Tusitala
Acabo de leer Raptado, la última novela de Stevenson. En cada lectura de sus novelas hay un viaje a la nostalgia, bien porque fue en nuestra infancia cuando lo leímos por primera vez, o bien porque algunas obtusas mentes académicas decidieron adscribir al escocés a la (mal) llamada literatura juvenil. Precisamente por eso sorprende comprobar cómo cambian las lecturas cuando uno es adulto: ya nada es inocente.
Pero a Stevenson, que ya fue reivindicado por Henry James, Nabokov y Borges, escasa falta le hace que yo lo defienda. Lo que me conmueve, y me parece esencialmente literario, es la contraposición entre su vida y su obra. La vida de Robert Louis Stevenson está imbuida de una esencia quijotesca. Al igual que Alonso Quijano, el escocés se refugió en la literatura para evadirse del dolor que le infligía el mundo real; en este caso, la enfermedad.
Stevenson había nacido en Edimburgo en 1850. A los cinco años comenzaron sus problemas respiratorios y a los veinte su salud ya estaba minada por la tuberculosis. Seguramente, aprovechó los largos periodos de convalecencia para convertirse en ávido lector y para esbozar los escenarios en los que más tarde cobrarían vida sus personajes. No puedo evitar que me emocione esa épica de la literatura: mientras imaginaba cómo resonaría al caminar la pata de palo de John Silver, o cómo le atormentaría al Doctor Jeckyll el decurso de sus investigaciones, Stevenson escupía sangre postrado en una cama.
Viajó por Europa y los Estados Unidos, unas veces por motivos de salud y otras persiguiendo a la que más tarde sería su esposa, Fanny Vandergrift, también afectada de dolencias pulmonares. En 1888, Stevenson, ya famoso tras la publicación de La isla del tesoro, se embarcó junto con su familia en San Francisco con dirección al Pacífico. Tras dos años de viaje se asentaron en Upolu, la isla principal de Samoa. Allí el escritor ordenó construir una casa al estilo polinesio. La llamó Vailima.
Stevenson vivió en Vailima sus últimos cuatro años, escribiendo y defendiendo a los nativos del colonialismo. Los samoanos le llamaban con cariño Tusitala, que significa el que cuenta historias. Cuesta poco imaginarse al escritor, ya debilitado, paseando con dificultad por la isla y quemándose la vista con la superficie reverberante del Pacífico. Murió el 3 de diciembre de 1894.
Así que, mis estimados lectores, no tenéis más que arrimar una cerilla al primer infolio sobre majaderías templarias que tengáis a mano (vale también Coelho) y rebuscar en cualquier biblioteca casera, en la que seguro que tenéis esperando La isla del tesoro (y de no ser así, más os valdría pegar fuego también a la biblioteca).
(No sé de quién es el retrato de Stevenson. Confío en que el autor o sus herederos no me demanden y acabe mis días en algún penal de la Martinica.)
Pero a Stevenson, que ya fue reivindicado por Henry James, Nabokov y Borges, escasa falta le hace que yo lo defienda. Lo que me conmueve, y me parece esencialmente literario, es la contraposición entre su vida y su obra. La vida de Robert Louis Stevenson está imbuida de una esencia quijotesca. Al igual que Alonso Quijano, el escocés se refugió en la literatura para evadirse del dolor que le infligía el mundo real; en este caso, la enfermedad.
Stevenson había nacido en Edimburgo en 1850. A los cinco años comenzaron sus problemas respiratorios y a los veinte su salud ya estaba minada por la tuberculosis. Seguramente, aprovechó los largos periodos de convalecencia para convertirse en ávido lector y para esbozar los escenarios en los que más tarde cobrarían vida sus personajes. No puedo evitar que me emocione esa épica de la literatura: mientras imaginaba cómo resonaría al caminar la pata de palo de John Silver, o cómo le atormentaría al Doctor Jeckyll el decurso de sus investigaciones, Stevenson escupía sangre postrado en una cama.
Viajó por Europa y los Estados Unidos, unas veces por motivos de salud y otras persiguiendo a la que más tarde sería su esposa, Fanny Vandergrift, también afectada de dolencias pulmonares. En 1888, Stevenson, ya famoso tras la publicación de La isla del tesoro, se embarcó junto con su familia en San Francisco con dirección al Pacífico. Tras dos años de viaje se asentaron en Upolu, la isla principal de Samoa. Allí el escritor ordenó construir una casa al estilo polinesio. La llamó Vailima.
Stevenson vivió en Vailima sus últimos cuatro años, escribiendo y defendiendo a los nativos del colonialismo. Los samoanos le llamaban con cariño Tusitala, que significa el que cuenta historias. Cuesta poco imaginarse al escritor, ya debilitado, paseando con dificultad por la isla y quemándose la vista con la superficie reverberante del Pacífico. Murió el 3 de diciembre de 1894.
Así que, mis estimados lectores, no tenéis más que arrimar una cerilla al primer infolio sobre majaderías templarias que tengáis a mano (vale también Coelho) y rebuscar en cualquier biblioteca casera, en la que seguro que tenéis esperando La isla del tesoro (y de no ser así, más os valdría pegar fuego también a la biblioteca).
(No sé de quién es el retrato de Stevenson. Confío en que el autor o sus herederos no me demanden y acabe mis días en algún penal de la Martinica.)
Etiquetas: La isla del tesoro, Samoa, Stevenson, Tusitala, Vailima
4 Comments:
Hola ga, no se por que no me deja escribir de otra forma que no sea de anonimo.
Voy a tener la buena constumbre de dejarte un comentario de vez en cuando, testificando mi asiduidad como lector tuyo, y animandote a que sigas escribiendo.
De Stevenson solo he leido el Dr. Jekyll y Mr. Hyde, me gusto, he de admitir que debia tener unos 20 años como mucho. Ahora de Stevenson albergo la idea, ya me imagino que equivocada, que es un escritor juvenil, al estilo Julio Verne,o salvando las diferencias H. G. Wells, tal vez. Sin embargo aunque el calificativo es erroneo no me parece peiorativo, me muero de ganas de sentirme chavalin otra vez y regresar a las "aventuras" tal y como las disfrutabamos antes. Yo creo que la diferencia es unicamente que en aquellos tiempos teniamos mas imaginacion. La suficiente como para soñar mejor con Stevenson o Verne, en un tiempo en el que todo nos parecia mas magico. Nada mas, cuidate. Sigue asi ya sabes que eres nuestro Tusitala.
Sin entrar a valorar si literatura juvenil es una buena o mala denominación, me surge otra reflexión, un poco ajena al (estupendo) relato sobre Stevenson. Tusitala. Me suena muy bien, no por lo que implique (que también, para el que lo sea o lo pretenda ser) sino por la palabra en sí, es como muy musical, muy melódica…y no sé si en cuestiones de palabras que suenen bien o mal hay alguna regla (el hecho de que existan cacofonías supongo que no determina nada) pero me parece curioso, que algunas palabras nos suenen bien. Sin más.
Mis queridos lectores:
Es cierto que la palabra "Tusitala" es estupenda. Me apropio de ella hasta que el amigo Robert Louis levante la cabeza en su tumba de Vailima (que seguro que es un lugar perfecto para palmarla).
Lo que quería decir en el artículo es que las lecturas juveniles no son iguales cuando uno ha perdido la inocencia (y me consta que vosotros dos ya lo habéis hecho, je). Por ejemplo, Jeckyll y Hyde es una aguda observación sobre la maldad del ser humano. Otros clásicos como Gulliver y, sobre todo, Moby Dick, son verdaderas obras de arte que tienen una profundidad mucho mayor de la que se aprecia a simple vista. En mi modesta opinión no ocurre lo mismo, ay, con Verne, que se queda en un estupendo fabulador de aventuras.
Salud y buenas lecturas.
El Mundo publicaba el pasado día 3 un artículo con esta temática y con bastante que envidiarte. Como no lo tengo delante no me atrevo a poner más detalles por miedo a meter la pata pero te lo haré llegar en breve. Aún así creo que cabe pensar que el autor de dicho articulucho haya visitado el blog por su gran parecido pero peor calidad :)
¿Sabías que la esposa de Nabokov se llamaba Vera?
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