Jaisalmer
A las tres de la tarde, en Jaisalmer, el calor aún aplana hasta un punto difícil de comprender. Estamos en el desierto del Thar, una franja a caballo entre India y Pakistán en la que ambos países ejercitan su musculatura bélica. Pero a nuestro alrededor, la vida, el tiempo, parecen haberse detenido. Tan sólo el zureo perdido de alguna paloma o la brisa arenosa que sube desde el Thar rompen la quietud. ¿Cómo se puede vivir aquí?
La pregunta les resulta absurda, divertida incluso, a las gentes que viven en el desierto. ¿Cuál es el problema?, parecen querer decir mientras sonríen; ¿Acaso se puede vivir de otra forma? A veces me pregunto dónde imaginarán que vivimos nosotros, que venimos a pasar nuestro tiempo a un lugar tan desolador como es éste. Y sin embargo, la fascinación que ejerce el desierto es bien primaria. En el desierto no hay nada, tan sólo lo que el viajero que llega hasta aquí ha traído consigo. Este espacio vacío nos reduce a nuestro árido esqueleto.
El fuerte de Jaisalmer (que remite de nuevo a esas fabulosas fortalezas suspendidas en el aire que describe Calvino) hunde sus raíces en la montaña. Es inevitable imaginar la impresión que debía causar a los viajeros de antaño, que llegarían hasta aquí con las gargantas arrasadas por el polvo tras extenuantes jornadas a través de la geografía abrupta del Rajasthán. El contraste con la India vital y abigarrada del Este es brutal
Nuestro viaje tampoco ha sido cómodo. Hemos tardado once horas en un autobús que rebota contra la carretera cada diez metros. Once horas para recorrer unos insignificantes 400 km. en este cosmos que los europeos hemos decidido llamar Asia. Así que ahora no tenemos prisa y dejamos que la vista se nos vaya una y otra vez hacia el fuerte. El atardecer va cayendo y las murallas se tiñen con esta luz ocre y tibia del otoño. El tiempo va pasando poco a poco, como si los segundos fuesen las gotas de agua que van llenando un cubo de forma imperceptible.
Aquí, casi parece que uno no tiene pasado.
Poco después del anochecer, como pequeñas fogatas alimentadas por pueblos desconocidos, las luces comienzan a encenderse sobre la fortaleza dorada de Jaisalmer.
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