A la mitad del tiempo perdido (Hipótesis sobre Proust)
El estupendo profesor de escritura creativa Ángel Zapata dice que Proust no es un escritor, sino una religión. De ser así debo ser ya un iniciado, pues acabo de cerrar el cuarto tomo de los siete que componen En busca del tiempo perdido, tomo que lleva el prometedor título de Sodoma y Gomorra. Atrás quedan más de 2.500 páginas repartidas en tres gruesos volúmenes.
La prosa de Marcel Proust tiene algo de exploración a través de la selva. El lector/explorador nunca sabe bien hacia dónde va o de dónde viene. Se abre camino en la espesura a golpe de machete; si gira la cabeza, comprobará (al principio con pesar, más tarde con alivio) cómo la espesura se ha vuelto a cerrar tras sus pasos. En ocasiones se aburrirá soberanamente; otras veces se emocionará, e incluso encontrará diversión en la lectura. Como cualquier explorador que se precie se perderá unas cuantas veces y se encontrará otras tantas.
Así veo la exploración a través del tiempo perdido. Proust divaga tanto que su prosa no es un camino. Es como un océano donde cada barco puede singlar por donde le plazca (o por donde el azar lo lleve). La única guía de lectura sería el celebérrimo cantar de un poeta coetáneo del escritor francés con aquello de “se hace camino al andar”.
Pero lo que hace inmenso a Proust es que esa malla tupida y compleja, esa selva de densidad abrumadora, representa la memoria, con todos sus vericuetos y rincones. Me fascina la idea proustiana de que mediante una llave que todos llevamos (para Proust la llave es una magdalena mojada en té) se puede acceder sin restricción alguna al laberinto de la memoria y evocar, con precisión pericial, todo lo vivido.
No queda, por tanto, lugar para la verdadera nostalgia después de haber leído a Proust. El tiempo se escapa para ser después recobrado.
(La imagen es Combray, al lado de Chartres. Allí arranca Por el camino de Swann, el primer libro de la heptalogía. Si alguno de vosotros ha perdido algo alguna vez, puede empezar a buscar por allí)
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