A quien conmigo va
Aunque a veces pueda parecer otra cosa, no siempre es posible andar vagando por el mundo. Hay ocasiones en las que toca replegarse en los cuarteles de invierno; y es un buen momento para leer, entre otras cosas, cómo vagan por el mundo los demás. Claro que, uno no viaja con cualquiera. Hay que seleccionar bien con quién se comparte mochila.
Así que hay que buscar a alguien que camine por el mundo buscando lo mismo. O no buscando nada, que es la forma de buscarlo todo. Algo así es lo que hace Javier Reverte en Corazón de Ulises. Al leerlo, uno tiene la agradable impresión de haber compartido con él una charla al calor de una taberna, como si el cómodo lector fuese un parroquiano fijo y el autor un forastero recién llegado dispuesto a compartir noticias del ancho mundo a cambio de unas jarras de vino y un poco de compañía.
La prosa de Javier Reverte es clara, envolvente; tiene hechuras de periodismo clásico, de tabaco negro y carajillo de sobremesa, con un aire que recuerda más a Vázquez Montalbán que a Kapuscinski. Tal vez el Reverte viajero tenga algo de Pepe Carvalho, de los detectives de cine negro. Se lo imagina uno aspirando humo con determinación y cierta amargura en un puerto, a punto de subirse a un barco para seguir las huellas de los viajeros que le precedieron, desde Ulises hasta Lord Byorn.
Pero también puede que sea sólo fachada, porque en Reverte se adivina la generosidad del que no desea otra cosa que compartir aquello que ama, la del filósofo en el sentido etimológico del término. Sólo hay que estar dispuesto a echarse la mochila al hombro y compartir el polvo del camino.
Y, al comenzar a andar, musitar la misma máxima que el misterioso marinero del Romance del Conde Arnaldos:
Yo no digo mi canción
Sino a quien conmigo va.
Así que hay que buscar a alguien que camine por el mundo buscando lo mismo. O no buscando nada, que es la forma de buscarlo todo. Algo así es lo que hace Javier Reverte en Corazón de Ulises. Al leerlo, uno tiene la agradable impresión de haber compartido con él una charla al calor de una taberna, como si el cómodo lector fuese un parroquiano fijo y el autor un forastero recién llegado dispuesto a compartir noticias del ancho mundo a cambio de unas jarras de vino y un poco de compañía.
La prosa de Javier Reverte es clara, envolvente; tiene hechuras de periodismo clásico, de tabaco negro y carajillo de sobremesa, con un aire que recuerda más a Vázquez Montalbán que a Kapuscinski. Tal vez el Reverte viajero tenga algo de Pepe Carvalho, de los detectives de cine negro. Se lo imagina uno aspirando humo con determinación y cierta amargura en un puerto, a punto de subirse a un barco para seguir las huellas de los viajeros que le precedieron, desde Ulises hasta Lord Byorn.
Pero también puede que sea sólo fachada, porque en Reverte se adivina la generosidad del que no desea otra cosa que compartir aquello que ama, la del filósofo en el sentido etimológico del término. Sólo hay que estar dispuesto a echarse la mochila al hombro y compartir el polvo del camino.
Y, al comenzar a andar, musitar la misma máxima que el misterioso marinero del Romance del Conde Arnaldos:
Yo no digo mi canción
Sino a quien conmigo va.
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