El Taller de Escritura de Madrid
Curioseando por Internet (el hipervínculo es uno de los grandes inventos de la humanidad) me encuentro con el blog de Enrique Páez, que fue mi primer profesor en el Taller de Escritura de Madrid.
Hace ahora seis años que entré por primera vez en el Taller de Escritura. Yo llevaba ya un año en la ciudad y no lograba liberarme de la sensación de que me estaba perdiendo algo sustancial de lo que allí ocurría. Faltaban aún dieciocho meses para que Madrid saltara por los aires y poco más para que yo me fuera de la ciudad.
El taller era un bajo de la Calle Ruiz, en el corazón de Malasaña. Enrique presidía una larga mesa y los alumnos le flanqueábamos. Sobre la mesa había una jarra de agua, algún café mediado, un par de montones de sugus, velas encendidas y cigarros humeantes en los ceniceros. Todo muy tópico, sí, pero imagino que todos necesitábamos despertar algo la creatividad, aunque fuera a base de un recurso tan primario. Y es que la mistificación de la literatura, la mentira permanente, se asienta con facilidad sobre los tópicos.
Eso sí, si alguien esperaba que Enrique fuera el sacerdote que oficiara entre tanta liturgia, se equivocaba por completo. Enrique tenía poco de sacerdotal. Era más bien un colega (muy) aventajado, un compañero gamberro que uno imaginaba más lanzando perdigones de papel al profesor que impartiendo doctrina sobre la tarima. Nunca sabías si iba a decantar hacia la socarronería o hacia la ternura.
Los alumnos de aquel curso aprendimos algunos trucos básicos del oficio de escribir (hoy pienso, más bien, que este oficio se rige por la anarquía de tener que aprender todo de nuevo cada vez que uno se sienta al teclado). Como ávidos simbiontes, absorbíamos y procesábamos los relatos de cada uno de nosotros. Discutíamos sobre Kafka, Cortázar o Carver (Carver, siempre, Carver) como si se tratara del vecino del cuarto izquierda que no nos ha dejado pegar ojo o del pescadero que nos ha endosado una pescadilla poco fresca.
Todos íbamos a ser grandes escritores. Los premios literarios, las editoriales y los suplementos culturales estaban esperando por nosotros. Éramos más bien ingenuos, aunque en la ingenuidad siempre hay ilusión (si es que ingenuidad e ilusión no son exactamente lo mismo). Con el ojo de un experto, Enrique apuntaba hacia los puntos flacos de nuestros cuentos y nosotros nos creíamos que serían geniales a poco que los apuntalásemos.
Como casi siempre ocurre, la realidad luego fue por otro sitio. Aunque no por ello dejo de recordar con cariño a todos los que nos afanábamos en aprender a escribir a costa de robarle unas horas semanales al mundo contante y sonante.
Hace ahora seis años que salí de mi primera clase con Enrique Páez en el Taller de Escritura de Madrid. Notaba un borboteo dentro del pecho, como una llama diminuta que pedía a gritos ser avivada. Poco después me diluí en los regueros de gente de Gran Vía. Si alguien se hubiese fijado en mí, hubiera visto que iba flotando varios centímetros por encima del suelo.
Hace ahora seis años que entré por primera vez en el Taller de Escritura. Yo llevaba ya un año en la ciudad y no lograba liberarme de la sensación de que me estaba perdiendo algo sustancial de lo que allí ocurría. Faltaban aún dieciocho meses para que Madrid saltara por los aires y poco más para que yo me fuera de la ciudad.
El taller era un bajo de la Calle Ruiz, en el corazón de Malasaña. Enrique presidía una larga mesa y los alumnos le flanqueábamos. Sobre la mesa había una jarra de agua, algún café mediado, un par de montones de sugus, velas encendidas y cigarros humeantes en los ceniceros. Todo muy tópico, sí, pero imagino que todos necesitábamos despertar algo la creatividad, aunque fuera a base de un recurso tan primario. Y es que la mistificación de la literatura, la mentira permanente, se asienta con facilidad sobre los tópicos.
Eso sí, si alguien esperaba que Enrique fuera el sacerdote que oficiara entre tanta liturgia, se equivocaba por completo. Enrique tenía poco de sacerdotal. Era más bien un colega (muy) aventajado, un compañero gamberro que uno imaginaba más lanzando perdigones de papel al profesor que impartiendo doctrina sobre la tarima. Nunca sabías si iba a decantar hacia la socarronería o hacia la ternura.
Los alumnos de aquel curso aprendimos algunos trucos básicos del oficio de escribir (hoy pienso, más bien, que este oficio se rige por la anarquía de tener que aprender todo de nuevo cada vez que uno se sienta al teclado). Como ávidos simbiontes, absorbíamos y procesábamos los relatos de cada uno de nosotros. Discutíamos sobre Kafka, Cortázar o Carver (Carver, siempre, Carver) como si se tratara del vecino del cuarto izquierda que no nos ha dejado pegar ojo o del pescadero que nos ha endosado una pescadilla poco fresca.
Todos íbamos a ser grandes escritores. Los premios literarios, las editoriales y los suplementos culturales estaban esperando por nosotros. Éramos más bien ingenuos, aunque en la ingenuidad siempre hay ilusión (si es que ingenuidad e ilusión no son exactamente lo mismo). Con el ojo de un experto, Enrique apuntaba hacia los puntos flacos de nuestros cuentos y nosotros nos creíamos que serían geniales a poco que los apuntalásemos.
Como casi siempre ocurre, la realidad luego fue por otro sitio. Aunque no por ello dejo de recordar con cariño a todos los que nos afanábamos en aprender a escribir a costa de robarle unas horas semanales al mundo contante y sonante.
Hace ahora seis años que salí de mi primera clase con Enrique Páez en el Taller de Escritura de Madrid. Notaba un borboteo dentro del pecho, como una llama diminuta que pedía a gritos ser avivada. Poco después me diluí en los regueros de gente de Gran Vía. Si alguien se hubiese fijado en mí, hubiera visto que iba flotando varios centímetros por encima del suelo.
(La imagen es la "Extracción de la piedra de la locura", de El Bosco. La lámina estaba colgada en el Taller de Escritura. ¿Por qué?)
(El blog de Enrique lo podéis leer en:
Etiquetas: Enrique Paéz, Raymond Carver, Taller de Escritura