La primavera en Corfú: Gerald Durrell
Es evidente que la literatura tiene una notable capacidad para remover la nostalgia. Quizá sea esa la emoción más básica que nos empuja a leer, una fuerza primaria alejada de alharacas y ejercicios de estilo que conmueve al lector. Y es ese sencillo e irrefutable mecanismo el que me ha llevado a disfrutar de la lectura de “Mi familia y otros animales” de Gerald Durrell.
También parece obvio que hay lecturas más estacionales que otras. El subconsciente se acomoda mejor a leer a Dostoyevski en diciembre, bajo una manta y con un catarro cavernoso retumbando en las entrañas; en cambio, Durrell es la primavera hecha novela, pero no una primavera adulta, sino una infantil, de aquellas que preludiaban los larguísimos veranos de la niñez en los que no había otra preocupación que abastecerse de ocio suficiente para ocupar tres meses.
La primavera de Durrell dura nada menos que un lustro, el que pasa con su impagable e insoportable familia en la isla griega de Corfú. El joven Durrel aguanta con estoicismo y hasta con una cierta ternura la imbecilidad de su familia, a la cual él mismo aporta la parte alícuota. Y es que cada miembro se empecina en su propia locura hasta hacer de ella la razón de su existencia: el joven Gerald en la zoología, Lawrence en la atormentada persecución del arte, la hermana Margo en sus coqueteos de adolescencia tardía, Leslie a la veneración de las armas de fuego y la madre a la dificultosa articulación de egos y manías.
Mientras, el joven Gerald va llenando la casa de animales de todo tipo. En una suerte de antropomorfismo, mitad tierno, mitad ingenuo, nos cuenta cómo sus perros, tortugas, urracas, serpientes y hasta escorpiones van ocupando su lugar en la ya de por sí caótica familia. Y ahí es donde Durrell se vale del afilado humor británico para describir una vida cotidiana en la que no hay lugar para el aburrimiento. Exactamente igual que en aquellos larguísimos veranos de la niñez.
También parece obvio que hay lecturas más estacionales que otras. El subconsciente se acomoda mejor a leer a Dostoyevski en diciembre, bajo una manta y con un catarro cavernoso retumbando en las entrañas; en cambio, Durrell es la primavera hecha novela, pero no una primavera adulta, sino una infantil, de aquellas que preludiaban los larguísimos veranos de la niñez en los que no había otra preocupación que abastecerse de ocio suficiente para ocupar tres meses.
La primavera de Durrell dura nada menos que un lustro, el que pasa con su impagable e insoportable familia en la isla griega de Corfú. El joven Durrel aguanta con estoicismo y hasta con una cierta ternura la imbecilidad de su familia, a la cual él mismo aporta la parte alícuota. Y es que cada miembro se empecina en su propia locura hasta hacer de ella la razón de su existencia: el joven Gerald en la zoología, Lawrence en la atormentada persecución del arte, la hermana Margo en sus coqueteos de adolescencia tardía, Leslie a la veneración de las armas de fuego y la madre a la dificultosa articulación de egos y manías.
Mientras, el joven Gerald va llenando la casa de animales de todo tipo. En una suerte de antropomorfismo, mitad tierno, mitad ingenuo, nos cuenta cómo sus perros, tortugas, urracas, serpientes y hasta escorpiones van ocupando su lugar en la ya de por sí caótica familia. Y ahí es donde Durrell se vale del afilado humor británico para describir una vida cotidiana en la que no hay lugar para el aburrimiento. Exactamente igual que en aquellos larguísimos veranos de la niñez.
(La imagen que acompaña es "La calesa del Padre Juniet", de Henry Rousseau.)
Etiquetas: Gerald Durrell