Postal desde el desierto (y 2)
Nos levantamos antes de que salga el sol. Basta alejarse unos pasos de la kasbah en la que nos alojamos para notar en la piel toda la soledad de este lugar. El frío, el silencio, la ausencia de formas en la oscuridad son las señales mediante las cuales se manifiesta el vacío. Parece como si la humanidad se hubiera extinguido miles de años atrás; o como si nunca hubiera existido.
Nuestro guía, que tiene un aire a Omar Sharif de joven, se llama Idir. Es el bereber que nos rescató de la arena la noche anterior. Conduce con seguridad por el desierto mientras nosotros nos preguntamos cómo puede orientarse en la maraña de pistas y rodadas que se entremezclan sobre el suelo del reg.
Por fin vemos salir el sol sobre las dunas del Erg Chebbi. Mis compañeros disfrutan y hacen fotos. Yo intento que un persistente dolor de estómago no me amargue la experiencia. Por algún extraño motivo, no he conseguido pegar ojo y no me encuentro bien. Me sorprendo a mí mismo preguntándome qué rayos hago allí, con lo bien que podría estar en mi casa. Pero bien sé que la pregunta es inútil. En este instante, en este día, mi vida está aquí, en el desierto. Poco importan mis dolores estomacales o mis dificultades respiratorias. He decidido moverme y mi cuerpo, aunque no siempre resulte el mejor compañero posible, viaja conmigo.
Más tarde Idir nos lleva hacia las montañas que separan Marruecos de Argelia. La zona es aún más inhóspita, alejada de los pueblos y de los hoteles que se apiñan junto a las dunas. No hace demasiado calor, pero la luz del sol parece capaz de taladrarte el cráneo después de unos pocos minutos. Es una luz blanca, casi punzante.
En medio de la nada, nos detenemos en la casa de una familia nómada. Son cuatro paredes de adobe reseco. Nos sentamos sobre las esterillas gastadas que alfombran el interior y compartimos un té con dos mujeres berberes y sus hijos. Sacamos más de diez años a las chicas. Imagino que ese aire de adolescentes treintañeros que podemos permitirnos los europeos les tiene que resultar de lo más extraño. Seguramente les resulte de lo más frívolo, aunque es posible que lo envidien.
A media mañana llegamos a un pueblo perdido, más al sur de Risanni Aquí, la mayor parte de la población es de raza negra. Eso nos recuerda que estamos en África y que apenas nos hemos asomado a un continente enorme y vertiginoso que el Sáhara casi divide en dos.
Al atardecer, Idir nos invita a tomar el té en su jaima. Su hijo Mohamed, un niño de unos tres años que ya tiene la misma mirada recia y determinada de su padre, corre con los pies descalzos sobre el suelo rocoso. Idir parece estar contento con su modo vida. Seguramente podría permitirse cambiarla si así lo deseara. Mientras miro de reojo cómo bebe su té y deja vagar la vista hacia el desierto, me pregunto si su mundo, que a nosotros nos parece tan simple, será para él tan complejo como lo es el nuestro para nosotros.
Probablemente en ese desierto que mira Idir, en esa inmensa llanura pedregosa y seca, esté la respuesta a mi pregunta. Pero yo no soy capaz de descifrarla. Una vez más, es al viajero a quien más le queda por aprender.
Mientras dejo que la vista se me pierda en el desierto, recuerdo a aquellos lotófagos de la Odisea a los que el loto les hacía olvidar su patria, liberándoles así de la tiránica obligación de regresar a ella.
Idir rellena el vaso de té ya vacío. Se lo agradezco, bebo otro sorbo y me dejo llevar por la melancolía de las últimas luces de la tarde.
Nuestro guía, que tiene un aire a Omar Sharif de joven, se llama Idir. Es el bereber que nos rescató de la arena la noche anterior. Conduce con seguridad por el desierto mientras nosotros nos preguntamos cómo puede orientarse en la maraña de pistas y rodadas que se entremezclan sobre el suelo del reg.
Por fin vemos salir el sol sobre las dunas del Erg Chebbi. Mis compañeros disfrutan y hacen fotos. Yo intento que un persistente dolor de estómago no me amargue la experiencia. Por algún extraño motivo, no he conseguido pegar ojo y no me encuentro bien. Me sorprendo a mí mismo preguntándome qué rayos hago allí, con lo bien que podría estar en mi casa. Pero bien sé que la pregunta es inútil. En este instante, en este día, mi vida está aquí, en el desierto. Poco importan mis dolores estomacales o mis dificultades respiratorias. He decidido moverme y mi cuerpo, aunque no siempre resulte el mejor compañero posible, viaja conmigo.
Más tarde Idir nos lleva hacia las montañas que separan Marruecos de Argelia. La zona es aún más inhóspita, alejada de los pueblos y de los hoteles que se apiñan junto a las dunas. No hace demasiado calor, pero la luz del sol parece capaz de taladrarte el cráneo después de unos pocos minutos. Es una luz blanca, casi punzante.
En medio de la nada, nos detenemos en la casa de una familia nómada. Son cuatro paredes de adobe reseco. Nos sentamos sobre las esterillas gastadas que alfombran el interior y compartimos un té con dos mujeres berberes y sus hijos. Sacamos más de diez años a las chicas. Imagino que ese aire de adolescentes treintañeros que podemos permitirnos los europeos les tiene que resultar de lo más extraño. Seguramente les resulte de lo más frívolo, aunque es posible que lo envidien.
A media mañana llegamos a un pueblo perdido, más al sur de Risanni Aquí, la mayor parte de la población es de raza negra. Eso nos recuerda que estamos en África y que apenas nos hemos asomado a un continente enorme y vertiginoso que el Sáhara casi divide en dos.
Al atardecer, Idir nos invita a tomar el té en su jaima. Su hijo Mohamed, un niño de unos tres años que ya tiene la misma mirada recia y determinada de su padre, corre con los pies descalzos sobre el suelo rocoso. Idir parece estar contento con su modo vida. Seguramente podría permitirse cambiarla si así lo deseara. Mientras miro de reojo cómo bebe su té y deja vagar la vista hacia el desierto, me pregunto si su mundo, que a nosotros nos parece tan simple, será para él tan complejo como lo es el nuestro para nosotros.
Probablemente en ese desierto que mira Idir, en esa inmensa llanura pedregosa y seca, esté la respuesta a mi pregunta. Pero yo no soy capaz de descifrarla. Una vez más, es al viajero a quien más le queda por aprender.
Mientras dejo que la vista se me pierda en el desierto, recuerdo a aquellos lotófagos de la Odisea a los que el loto les hacía olvidar su patria, liberándoles así de la tiránica obligación de regresar a ella.
Idir rellena el vaso de té ya vacío. Se lo agradezco, bebo otro sorbo y me dejo llevar por la melancolía de las últimas luces de la tarde.
Etiquetas: bereber, desierto, Odisea, postal, Sáhara, viajes